Ponerse en los zapatos de otro

jueves, 10 de mayo de
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Una realidad para los que viven a la intemperie en la calle, es que tienen que cuidar celosamente sus zapatos de que otro se los quite; siendo como son, uno de los instrumentos más importantes (junto con el bolso y el abrigo), para apalear esa necesidad tan extrema en la que viven, de tener que andar y andar.
Y nos viene bien tomar “pie” de esta situación para ver lo que pasa también entre nosotros, que aunque no estamos a la intemperie, sufrimos o hacemos sufrir a los que caminan junto con nosotros, algo parecido.
Los zapatos, podríamos decir, son el reflejo del esfuerzo personal con que caminamos por la vida; esfuerzo que, por lo general, no se conoce.
Por eso, cuando dejamos a la otra persona sin zapatos; cuando le quitamos lo que él consiguió juntar para ayudarse a caminar en la vida; cuando nos llevamos con nuestros juicios el esfuerzo personal que el otro pone en su vida, nos estamos llevando mucho más de lo que creemos. Nos estamos llevando precisamente “lo que no sabemos de él”. Y de este modo, acabamos de un plumazo, con aquello en lo que él tiene puesta su lucha.
Ponerse sus zapatos es dejar al otro sin poder caminar. Es no importarnos si en adelante podrá o no hacerlo. Es truncar sus esfuerzos. Es quitarle el derecho que tiene a sus cosas, a su esfuerzo, a sus luchas. Es ser indiferente a la necesidad que tiene de credibilidad básica, de estar poniendo su esfuerzo.
Ponerse los zapatos de otro es abusar del esfuerzo ajeno; es aprovecharse de aquella situación que nos deja favorecidos sin importarnos si el otro, queda o no desfavorecido (“él tiene cómo conseguir”, -pensamos-; “nosotros somos lo que realmente necesitamos”).
 
 
 
Ponerse “en” sus zapatos, por el contrario, es esforzarse por conocer el esfuerzo que significa para él, conseguir algo. Es importarnos que él pueda caminar y que lo haga.
Ponerse en sus zapatos no es meterse en su vida a caminar por él. Es procurar entender qué es lo que lo frena, lo anima, lo paraliza o moviliza y, caminando a su lado, despejar los impedimentos y alentar los intentos.
Ponerse en sus zapatos es saber abordar la realidad del otro desde el otro, no desde nosotros mismos (a quienes tal vez, no nos cuesta tanto como a él, conseguir ciertas cosas).
Ponerse en sus zapatos es procurar comprender cómo están de amoldados los pies del otro a esos zapatos y viceversa; cómo fueron tomando esa forma, qué los hizo quedar como están. Implica intentar conocer qué caminos recorren, qué obstáculos atraviesan; cuánto pueden descansar, cuántas horas están andando cada día.
Es asomarse a la realidad del otro, no como curiosos, sino con el asombro de lo mucho que nos es desconocido; de lo mucho que él llevaba en silencio y no decía por sobriedad o pudor.
Cristo, no vino a ponerse nuestros zapatos, sino “en” nuestros zapatos, y así ayudarnos a llegar a la Casa del Padre. “Encarnado” nos liberó del pecado que paralizaba nuestro andar. Por Él recuperamos los zapatos de la gracia que el pecado original nos robó, desanimando todo esfuerzo. Por él, al volver de nuestro pródigo andar, podemos escuchar la voz del Padre que pide: “Pronto, traigan y pónganle sandalias en los pies” (Lc. 15,22).
Y es que al que sus zapatos le quitaron, sólo el amor puede recuperárselos.
 
 
Javier Albisu sj

 

Oleada Joven