Evangelio según San Mateo 18,1-5.10.12-14

sábado, 11 de agosto de
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En aquel momento los discípulos se acercaron a Jesús para preguntarle: "¿Quién es el más grande en el Reino de los Cielos?".
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: "Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, será el más grande en el Reino de los Cielos. El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí mismo. Cuídense de despreciar a cualquiera de estos pequeños, porque les aseguro que sus ángeles en el cielo están constantemente en presencia de mi Padre celestial. ¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió? Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.

 

Palabra de Dios

 

 


 

Reflexión: P. Javier Soteras

 

Jesús ve en los niños rasgos y actitudes esenciales para alcanzar el Cielo. El niño vive con plenitud el presente y nada más; la enfermedad de los adultos es vivir con excesiva inquietud por el mañana, dejando vacío el hoy, que es lo que debe vivir con toda intensidad.

Van Thuan nos ha dejado un testimonio desde su prisión de cómo vivir el momento presente.

“Cuando era trasladado para ser arrestado, durante el trayecto de 450 km que me lleva al lugar de mi residencia obligatoria, vinieron a mi mente muchos pensamientos confusos: tristezas, abandono, cansancio, después de tres meses de tensiones… Pero en mi mente surge claramente una palabra que disipa toda oscuridad, la palabra que Mons. John Walsh, obispo misionero en China, pronunció cuando fue liberado después de doce años de cautiverio: “He pasado la mitad de mi vida esperando”. Es una gran verdad: todos los prisioneros, incluido yo mismo, esperan cada minuto su liberación. Pero después decidí: “Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo de amor”.

No es una inspiración improvisada, sino una convicción que he madurado durante toda la vida. Si me paso el tiempo esperando quizá las cosas que espero nunca lleguen.

“Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente colmándolo de amor.

Una vez, la Madre Teresa de Calcuta me escribió: “Lo importante no es el número de acciones que hagamos, sino la intensidad del amor que ponemos en cada acción”.

¿Cómo llegar a esta intensidad de amor en el momento presente? Pienso que debo vivir cada día, cada minuto, como el último de mi vida. Dejar todo lo que es accesorio, concentrarme sólo en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada conversación telefónica, cada decisión es la cosa más bella de mi vida; reservo para todos mi amor, mi sonrisa; tengo miedo de perder un segundo viviendo sin sentido… “

Para vos el momento más bello es el momento presente. Vívelo en la plenitud del amor de Dios. Tu vida será maravillosamente bella si es como un cristal formado por millones de esos momentos.

 

El niño carece de todo sentimiento de suficiencia. Necesita constantemente de sus padres, y lo sabe; es fundamentalmente un ser necesitado. Así debemos ser delante de nuestro Padre Dios: un ser que es todo necesidad.

Hacerse interiormente como niños, siendo mayores, nos puede resultar una tarea costosa ya que requiere fortaleza en la voluntad y un gran abandono en Dios. Este abandono, que lleva consigo una inmensa paz, solo se consigue cuando quedamos indefensos ante el Señor. Hacernos niños es renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarnos como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.

 

El camino de la infancia espiritual lleva consigo un trato de una confianza sin límites en Dios nuestro Padre. En una familia, el padre interpreta al hijo pequeño el mundo extraño; el pequeño se siente débil, pero sabe que su padre lo defenderá y por eso vive y camina confiado. El niño sabe que junto a su padre nada le puede faltar, nada malo puede sucederle. Su alma y su mente están abiertas sin prejuicios ni recelos a la voz de su padre.

El niño cae frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza; cuando se vive vida de infancia, las mismas caídas y las flaquezas son medios de santificación. Su amor es siempre joven porque olvida con facilidad las experiencias negativas: no las almacena en su alma, como hace quien tiene alma de adulto.

Se llaman niños –comenta San Juan Crisóstomo– no por su edad, sino por la sencillez de su corazón.

La sencillez es quizá la virtud que resume y coordina las demás facetas de esa vida de infancia que el Señor nos pide. Tenemos que ser –dice San Jerónimo– «como el niño que les propongo de ejemplo… no piensa una cosa y dice otra distinta, así también ustedes, porque si no tienen tal inocencia y pureza de intención no podrán entrar en el reino de los cielos».

Se manifiesta la sencillez en el trato amable, cordial y sin afectación con los demás. Es virtud muy apreciada en las relaciones humanas, pero a veces difícil de encontrar.
Consecuencia de la vida de infancia es la docilidad.

El hacerse como niños también exige docilidad. Según su etimología, es dócil quien está dispuesto y preparado a ser enseñado; y así debemos estar ante los misterios de Dios y de las cosas que a Él se refieren. Se sabe muy en el comienzo de esos conocimientos y tiene el alma abierta a la formación, con deseos siempre de conocer la verdad. Quien tiene alma de adulto da por sabidas muchas cosas, que en realidad desconoce; cree saber, pero se ha quedado en lo externo, en la apariencia, sin ahondar en el saber profundo, que influye inmediatamente en las obras. Cuando Dios lo mira, lo ve repleto de su ignorancia y cerrado al verdadero conocimiento.

Aprendamos a ser niños delante de Dios. Y todo eso lo aprendemos tratando a María. Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar solo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María.

 

 

 

Oleada Joven