Acompañante

martes, 11 de septiembre de
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Venías con temor a contarme tus cosas, tus velas y tus oscuras entrañas, que apenas conocías. Venías con temor a buscar espejo donde mirarte. Buscabas un corazón que te escuchara sin sorprenderse. Y yo estaba frente a ti con todas mis poquedades. No quería ser tu juez, ni tampoco ser juzgado. Malamente sentado en sitial del maestro, prefería estar de tu lado, abierto a todo lo tuyo, tímido y cordial al mismo tiempo. 
 
No sabía cómo ser tu amigo consejero, siendo tan torpe en mi propia historia y geografía; pero yo sabía, yo creía, yo estaba seguro que Jesucristo, mi Señor, es también el tuyo. Y me decía: “El es el Camino” y está aquí entre los dos, dentro de los dos: luz del alma tuya y de la mía. 
 
Entonces, aprendí a escucharte con el verdadero interés de un padre o una madre, a la manera del Corazón de Cristo, abriéndote mi puerta interior, ésa por donde entra lo que amo: pequeña puerta íntima por donde viene Jesús, derramando su Espíritu Santo. 
 
Acepté tu persona desde adentro de mi ser, tal como creo que eres a los ojos del Padre, sin conocerte como te conoce El, pero confiado y seguro, gozoso de tu verdad. 
 
 
 
 
Tu verdad la conozco a través de tus palabras titubeantes, imprecisas, llenas de sentimientos imposibles de traducir adecuadamente. 
 
Necesito salir de mí para llegar a adivinarte. Quizás me estás revelando lo que nos has dicho a nadie, ni siquiera a ti mismo. 
 
Tu verdad empieza a recorrer tus propios senderos en las huellas del Maestro, y yo no quisiera distraerte de su Palabra interior. Me nace un gran respeto por tu persona, tal como eres, tal como caminas entre zarzamora y espinas, entre gozosos descubrimientos de los llamados de Dios. 
 
Escucharte y seguir tu ruta silenciosamente es una forma de amarte, es un experiencia de la paciente Encarnación del Verbo. 
 
Amigo, amiga, hermano, hermana, tú me estás enseñando a ser tu acompañante, tu guardaespaldas. Tú me confías la tarea de ayudarte a tomar contacto con el único que tiene derecho a pastorear tu vida. Yo sólo tengo que ayudarte a reconocer su voz. Debo hablar lo justo y necesario, como esos letreros del transito que ha de leer el caminante para no extraviar sus pasos: “Tome su derecha” “Calle sin salida” “Zona de curvas, disminuya la velocidad”… 
 
Siervo de Dios Esteban Gumucio sscc
 
 

 

 

Oleada Joven