Cartas vivas de Cristo

sábado, 15 de septiembre de
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Beatitud, 
Hermanos Obispos, 
Señor Presidente,
queridos amigos:
 
 
Queridos amigos, ustedes viven hoy en esta parte del mundo que ha visto el nacimiento de Jesús y el desarrollo del cristianismo. Es un gran honor. Y es una llamada a la fidelidad, al amor por su región, y especialmente a ser testigos y mensajeros de la alegría de Cristo, porque la fe transmitida por los Apóstoles lleva a la plena libertad y al gozo, como lo han mostrado tantos santos y beatos de este país. Su mensaje ilumina la Iglesia universal. Y puede seguir iluminando sus vidas. Entre los Apóstoles y los santos, muchos vivieron periodos difíciles, y su fe fue la fuente de su valor y de su testimonio. Que encuentre en su ejemplo e intercesión la inspiración y el apoyo que necesitan.
 
Conozco las dificultades que tienen en la vida cotidiana, debido a la falta de estabilidad y seguridad, al problema de encontrar trabajo o incluso al sentimiento de soledad y marginación. En un mundo en continuo movimiento, se enfrentan a muchos y graves desafíos. Pero ni siquiera el desempleo y la precariedad deben incitarlos a probar la «miel amarga» de la emigración, con el desarraigo y la separación en pos de un futuro incierto. Se trata de que ustedes sean los artífices del futuro de su país, y cumplan con su papel en la sociedad y en la Iglesia.
 
Tienen un lugar privilegiado en mi corazón y en toda la Iglesia, porque la Iglesia es siempre joven. La Iglesia confía en ustedes. Cuenta con ustedes. Sean jóvenes en la Iglesia. Sean jóvenes con la Iglesia. La Iglesia necesita su entusiasmo y creatividad. La juventud es el momento en el que se aspira a grandes ideales, y el periodo en que se estudia para prepararse a una profesión y a un porvenir. Esto es importante y exige su tiempo. Busquen lo que es hermoso y gocen en hacer el bien. Den testimonio de la grandeza y la dignidad de su cuerpo, que es «para el Señor» (1 Co 6,13b). Tengan la delicadeza y la rectitud de los corazones puros. Como el beato Juan Pablo II, yo también les repito: «No tengan miedo. Abran las puertas de su espíritu y su corazón a Cristo». El encuentro con Él «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). En Él encontrarán la fuerza y el valor para avanzar en el camino de sus vidas, superando así las dificultades y aflicciones. En Él encontrarán la fuente de la alegría. Cristo les dice: Mi paz les doy. Aquí está la revolución que Cristo ha traído, la revolución del amor.
 
 
 
Las frustraciones que se presentan no los deben conducir a refugiarse en mundos paralelos como, entre otros, el de las drogas de cualquier tipo, o el de la tristeza de la pornografía. En cuanto a las redes sociales, son interesantes, pero pueden llevar fácilmente a una dependencia y a la confusión entre lo real y lo virtual. Busquen y vivan relaciones ricas de amistad verdadera y noble. Adopten iniciativas que den sentido y raíces a sus existencias, luchando contra la superficialidad y el consumo fácil. También les acecha otra tentación, la del dinero, ese ídolo tirano que ciega hasta el punto de sofocar a la persona y su corazón. Los ejemplos que les rodean no siempre son los mejores. Muchos olvidan la afirmación de Cristo, cuando dice que no se puede servir a Dios y al dinero (cf. Lc16,13). Busquen buenos maestros, maestros espirituales, que sepan indicarles la senda de la madurez, dejando lo ilusorio, lo llamativo y la mentira.
 
 
Sean portadores del amor de Cristo. ¿Cómo? Volviendo sin reservas a Dios, su Padre, que es la medida de lo justo, lo verdadero y lo bueno. Mediten la Palabra de Dios. Descubran el interés y la actualidad del Evangelio. Oren. La oración, los sacramentos, son los medios seguros y eficaces para ser cristianos y vivir «arraigados y edificados en Cristo, afianzados en la fe» (Col 2,7). El Año de la fe que está para comenzar será una ocasión para descubrir el tesoro de la fe recibida en el bautismo. Pueden profundizar en su contenido estudiando el Catecismo, para que su fe sea viva y vivida. Entonces serán testigos del amor de Cristo para los demás. En Él, todos los hombres son nuestros hermanos. La fraternidad universal inaugurada por Él en la cruz reviste de una luz resplandeciente y exigente la revolución del amor. «Amense unos a otros como yo los he amado» (Jn13,35). En esto reside el testamento de Jesús y el signo del cristiano. Aquí está la verdadera revolución del amor.
 
 
Por tanto, Cristo los invita a hacer como Él, a acoger sin reservas al otro, aunque pertenezca a otra cultura, religión o país. Hacerle sitio, respetarlo, ser bueno con Él, nos hace siempre más ricos en humanidad y fuertes en la paz del Señor. Sé que muchos de ustedes participan en diversas actividades promovidas por las parroquias, las escuelas, los movimientos o las asociaciones. Es hermoso trabajar con y para los demás. Vivir juntos momentos de amistad y alegría permite resistir a los gérmenes de división, que constantemente se han de combatir. La fraternidad es una anticipación del cielo. Y la vocación del discípulo de Cristo es ser «levadura» en la masa, como dice san Pablo: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9). Sean los mensajeros del evangelio de la vida y de los valores de la vida. Resistan con valentía a aquello que la niega: el aborto, la violencia, el rechazo y desprecio del otro, la injusticia, la guerra. Así irradiarán la paz en sus entornos. ¿Acaso no son a los «artífices de la paz» a quienes en definitiva más admiramos? ¿No es la paz ese bien precioso que toda la humanidad está buscando? Y, ¿no es un mundo de paz para nosotros y para los demás lo que deseamos en lo más profundo. Mi paz les doy, dice Jesús. Él no ha vencido el mal con otro mal, sino tomándolo sobre sí y aniquilándolo en la cruz mediante el amor vivido hasta el extremo. Descubrir de verdad el perdón y la misericordia de Dios, permite recomenzar siempre una nueva vida. No es fácil perdonar. Pero el perdón de Dios da la fuerza de la conversión y, a la vez, el gozo de perdonar. El perdón y la reconciliación son caminos de paz, y abren un futuro.
 
 
Queridos amigos, muchos de ustedes se preguntan ciertamente, de una forma más o menos consciente: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Qué proyecto tiene para mí? ¿Querrá que anuncie al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? ¿Me llamará Cristo a seguirlo más de cerca? Acogan confiadamente estos interrogantes. Tomense un tiempo para pensar en ello y buscar la luz. Respondan a la invitación poniéndose cada día a disposición de Aquel que los llama a ser amigos suyos. Traten de seguir de corazón y con generosidad a Cristo, que nos ha redimido por amor y entregado su vida por todos nosotros. Descubrirán una alegría y una plenitud inimaginable. Responder a la llamada que Cristo dirige a cada uno: éste es el secreto de la verdadera paz.
 
 
 
Ayer firmé la Exhortación Apostólica Ecclesia in Medio Oriente. Esta carta, queridos jóvenes, está destinada también a ustedes, como a todo el Pueblo de Dios. Leeanla con atención y medítenla para ponerla en práctica. Para que los ayude, les recuerdo las palabras de san Pablo a los corintios: «Ustedes son nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todo el mundo. Es evidente que son carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Co 3,2-3). También ustedes, queridos amigos, pueden ser una carta viva de Cristo. Esta carta no estará escrita con papel y lápiz. Será el testimonio de sus vidas y de su fe. Así, con ánimo y entusiasmo, harán comprender a sus alrededores que Dios quiere la felicidad de todos sin distinción, y que los cristianos son sus servidores y testigos fieles.
 
 
Jóvenes libaneses, son la esperanza y el futuro de su país. Ustedes son el Líbano, tierra de acogida, de convivencia, con una increíble capacidad de adaptación. Y, en estos momentos, no podemos olvidar a esos millones de personas que forman la diáspora libanesa, y que mantienen fuertes lazos con su país de origen. Jóvenes del Líbano, sean acogedores y abiertos, como Cristo les pide y como su país les enseña.
 
 
Quiero saludar ahora a los jóvenes musulmanes que están con nosotros esta noche. Agradezco su presencia que es tan importante. Ustedes son, con los jóvenes cristianos, el futuro de este maravilloso País y de todo el Oriente Medio. Busquen construirlo juntos. Y cuando sean adultos, continuen a vivir la concordia en la unidad con los cristianos. Porque la belleza del Líbano se encuentra en esta bella simbiosis. 
Es necesario que todo el Oriente Medio, viéndoles, comprenda que los musulmanes y los cristianos, el Islam y el Cristianismo, pueden vivir juntos sin odios, respetando las creencias de cada uno, para construir juntos una sociedad libre y humana.
He sabido además que están entre nosotros jóvenes venidos de Siria. Quiero decirles cuanto admiro su valentía. Digan en sus casas, a sus familiares y amigos, que el Papa no los olvida. Digan en su entorno que el Papa esta triste a causa de sus sufrimientos y lutos. Él no se olvida de Siria en sus oraciones y es una de sus preocupaciones. No se olvida de ninguno de los que sufren en Oriente Medio. Es el momento en que musulmanes y cristianos se unan para poner fin a la violencia y a la guerra.
 
 
Para terminar, volvámonos a María, la Madre del Señor, Nuestra Señora del Líbano. Ella los protege y acompaña desde lo alto de la colina de Harissa, vela como madre por todos los libaneses y por tantos peregrinos que acuden de todas partes para encomendarle sus alegrías y sus penas. Esta tarde, confiamos a la Virgen María y al Beato Juan Pablo II, que me precedió aquí, sus vidas, las de todos los jóvenes del Líbano y de los países de la región, especialmente de los que sufren la violencia o la soledad, de los que necesitan consuelo. Que Dios los bendiga a todos. Y ahora, todos juntos, la imploramos: «A salamou á-laïki ya Mariam…».
 
 


 
 

Benedicto XVI

Palabras a los jóvenes en su visita a el Líbano

Septiembre 2012

 

Oleada Joven