Yo sufría por aquel entonces grandes pruebas interiores de todo tipo (hasta llegar a preguntarme a veces si existía un cielo ). Estaba decidida a no decirle nada acerca de mi estado interior, por no saber explicarme. Pero apenas entré en el confesonario, sentí que se dilataba mi alma. Apenas pronuncié unas pocas palabras, me sentí maravillosamente comprendida, incluso adivinada… Mi alma era como un libro abierto, en el que el Padre leía mejor incluso que yo misma… Me lanzó a velas desplegadas por los mares de la confianza y del amor, que tan fuertemente me atraían, pero por los que no me atrevía a navegar… Me dijo que mis faltas no desagradaban a Dios, y que, como representante suyo, me decía de su parte que Dios estaba muy contento de mí…
¡Qué feliz me sentí al escuchar esas consoladoras palabras…! Nunca había oído decir que hubiese faltas que no desagradaban a Dios. Esas palabras me llenaron de alegría y me ayudaron a soportar con paciencia el destierro de la vida… En el fondo del corazón yo sentía que eso era así, pues Dios es más tierno que una madre. ¿No estás tú siempre dispuesta, Madre querida, a perdonarme las pequeñas indelicadezas de que te hago objeto sin querer…? ¡Cuántas veces lo he visto por experiencia…! Ningún reproche me afectaba tanto como una sola de tus caricias. Soy de tal condición, que el miedo me hace retroceder, mientras que el Amor no sólo me hace correr sino volar…