Mensaje para la JMJ Río 2013

domingo, 18 de noviembre de

 

 

Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)
 
 
Queridos jóvenes:
 
Quiero hacerles llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de ustedes habrán regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegrense siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.
 
 
Quisiera renovarles ante todo mi invitación a que participen en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a Él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de ustedes. ¡Dejense atraer por Él! ¡Vivan esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejense amar por Él y serán los testigos que el mundo tanto necesita.
 
Los invito a que se preparen a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en sus corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también ustedes se impliquen en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que pueden dar a los demás.
 
1. Una llamada apremiante
La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que ustedes se dedican generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.
 
Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frencuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de Él; tiene paciencia y espera, es más, Él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.
 
En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con ustedes. Queridos jóvenes: ustedes son los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A ustedes, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Porque son ustedes los que van a recoger la antorcha de manos de sus mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Son ustedes quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de sus padres y maestros, van a formar la sociedad de mañana; se salvarán o perecerán con ella». Concluía con una llamada: «¡Construyan con entusiasmo un mundo mejor que el de sus mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).
 
 
 
Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).
 
2. Ser discípulos de Cristo
Esta llamada misionera se les dirige también por otra razón: Es necesaria para su caminos de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio ustedes mismos crecen arraigándose cada vez más profundamente en Cristo, convertiéndose en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándose en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, sus vidas, a menudo dispersas en diversas actividades, encontrarán su unidad en el Señor, se construirán también ustedes mismos, crecerán y madurarán en humanidad.
 
¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirlo, la invitación a mirarlo: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de ustedes se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta los hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con Él.
 
 
Les aconsejo que hagan memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprendan a leer su historia personal, tomen también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que los han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que les regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tienen que conocer su fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tienen que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de sus padres, para poder enfrentarse a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).
 
3. Vayan
Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando lo encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por Él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a Él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con Él, más deseamos hablar de Él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia Él.
 
 
 
Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es Él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejense conducir por la fuerza del amor de Dios, dejen que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tengan el valor de «salir» de ustedes mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.
 
4. Lleguen a todos los pueblos
Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con Él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!
Queridos amigos, abran los ojos y miren en torno a ustedes. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Vayan! Cristo también los necesita. Dejense llevar por su amor, sean instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.
 
Quisiera subrayar dos campos en los que deben vivir con especial atención su compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya les dije en otra ocasión, «siéntanse comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A ustedes, jóvenes, que casi espontáneamente se sienten en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, les corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sepan usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.
 
 
 
El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengan miedo en testimoniar su fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que se  encuentren.
 
5.Hagan discípulos
Pienso que a menudo habrán experimentado la dificultad de que sus coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habrán constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con sus cercanía y su sencillo testimonio abren una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). 
 
 
Queridos amigos, nunca olviden que el primer acto de amor que pueden hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en Él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengan miedo de proponer a sus coetáneos el encuentro con Cristo. Invoquen al Espíritu Santo: Él los guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y los hará creativos para transmitir el Evangelio.
 
6. Firmes en la fe
Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendrán la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también les contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando se sientan ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no teman. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la Suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).
 
 
 
Por ello les invito a que se arraiguen en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sepan encontrar en la Eucaristía la fuente de su vida de fe y de su testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que puedan durante la semana. Acudan frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No duden en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo han recibido, preparándose con esmero y solicitud. Es, junto con la Eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Los aliento también a que hagan adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.
 
Si seguís por este camino, Cristo mismo les dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces serán llamados a demostrar su perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de ustedes sufren por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Les animo a que permanezcan firmes en la fe, seguros de que Cristo está a su lado en esta prueba. Él les repite: «Bienaventurados ustedes cuando los insulten y los persigan y calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).
 
7. Con toda la Iglesia
Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde han sido enviados, necesitan a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Hagan discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).
 
 
 
En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).
También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita su compromiso y su testimonio. Que nada – ni las dificultades, ni las incomprensiones – les hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de ustedes es valioso en el gran mosaico de la evangelización.
 
8. «Aquí estoy, Señor»
Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitarlos a que escuchen en lo profundo de ustedes mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sean ustedes el corazón y los brazos de Jesús. Vayan a dar testimonio de su amor, sean los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Sigan el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.
 
Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en ustedes y les agradece sinceramente el dinamismo que le dan. Usen sus talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengan miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).
 
 
 
 
Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para ustedes, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sean ustedes los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitan a sus coetáneos del mundo entero el entusiasmo de su fe.
 
Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, los acompañe en su misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.
 
S.S. Benedicto XVI
Vaticano, 18 de octubre de 2012

 

 

Oleada Joven