En la plaza

domingo, 20 de enero de
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Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, 
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, 
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado. 
 
No es bueno quedarse en la orilla 
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca. 
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha 
de fluir y perderse, 
encontrándose en el movimiento
con que el gran corazón de los hombres palpita extendido. 
 
 
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso, 
y le he visto bajar por unas escaleras 
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse. 
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido. 
Allí, ¿quién lo reconocería?
Allí con esperanza, con resolución o con fe,
con temeroso denuedo, 
con silenciosa humildad, allí él también 
transcurría. 
 
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia. 
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo, 
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano, 
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba. 
 
Y era el serpear que se movía 
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso, 
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra. 
 
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse. 
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete, 
con los ojos extraños y la interrogación en la boca, 
quisieras algo preguntar a tu imagen, 
no te busques en el espejo, 
en un extinto diálogo en que no te oyes. 
Baja, baja despacio y búscate entre los otros. 
Allí están todos, y tú entre ellos. 
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete. 
 
 
 
 
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor
y recelo al  agua, 
introduce primero sus pies en la espuma, 
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide. 
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía. 
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo. 
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza, 
y avanza y levanta espumas, y salta y confía, 
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven. 
 
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza. 
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo. 
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir 
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
 
Vicente Aleixandre
 

 

 

Oleada Joven