Aporto una escena de la vida del profeta Jeremías que puede darnos otras ideas: estamos en 587 a.C., en una Jerusalén sitiada por Nabucodonosor y sus tropas y sus habitantes, conscientes de que les quedan tres telediarios para irse deportados a Babilonia. En medio del frenesí general por vender casas y tierras para llevarse dinero líquido al destierro, Jeremías toma la decisión de comprarle una finquita rústica a su primo Hanamel, inversión totalmente absurda porque nadie daba dos duros por la posibilidad de retornar. Quizá más de uno se burló de aquel gesto ridículo que sonaba a otra extravagancia más de aquel hombre contradictorio que siempre iba a contracorriente: “¿Qué director de banco le habrá aconsejado esta inversión estúpida?”, se preguntarían muchos. “¿Es que no lee las páginas de economía de los periódicos ni consulta las tendencias actuales de la Bolsa?” Pues no, no las consultaba, bastante tenía con estar atento y dejarse conducir por una Palabra que le empujaba a vivir expuesto al riesgo extremo y le invadía como un fuego que le quemaba hasta los huesos. “Así que compré el campo de Anatot a mi primo Hanamel en presencia de testigos y ordené a Baruc mi secretario: “Toma estos contratos, el sellado y el abierto, y mételos en una jarra de barro para que se conserven muchos años. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: Todavía se comprarán casas y campos y huertos en esta tierra” (32, 10-16).