Antes de emprender el camino

miércoles, 13 de febrero de
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“Cuando ayunéis, no pongáis cara seria, como los hipócritas, que se afean la cara para ostentar ante la gente que ayunan. Ya han cobrado su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para no ostentar tu ayuno ante la gente, sino ante tu Padre que está en lo escondido”
(Mt 6, 16-18)


Antes de emprender el camino, antes de querer atravesar tantos umbrales, es necesario agachar un poco la cabeza y recibir el perfume de la ceniza. Tal y como Jesús nos recomienda, no se trata de desfigurar, sino de transfigurar. Se trata de recordar de qué hoguera somos, cuánto de nosotros y también de otros se nos ha ido consumiendo entre las manos. 


De la cabeza a los pies. Perfumarnos con el aroma de la humildad. Toda la aventura hacia la Pascua comenzará con este gesto de abajar la cabeza y nos conducirá, con el Maestro, a ponernos a los pies de los otros para lavárselos con el agua pura de su corazón. Ceñidos como él con la toalla del servicio humilde. 

La ceniza tiene un valor muy diferente según su origen. La imagen de una mujer abatida ante el incendio intencionado de su casa y que ha perdido todas sus pertenencias, no es igual que las cenizas de una hoguera en la chimenea de la casa de campo.

 
 
Cenizas ¿de qué? Ésa es la cuestión. La ceniza de ese miércoles es un recordatorio de la fragilidad en la que nos movemos en la vida: lo que hemos perdido, malgastado, arruinado de la vida que se nos dio, de las hermanas y hermanos que nos quisieron. El amor de los otros que hemos quemado inútilmente, casi sin advertirlo.


La tierra quemada de nuestras indiferencias y de nuestras complicidades. Las ilusiones que no permitimos llegar a ser, propias o
ajenas, las que debilitamos con la débil llama de nuestro desdén. Los pábilos humantes que nos consentimos en apagar, la frágil y doliente caña cascada de tantos buenos deseos que dejamos apisonados junto a las piedras del camino.


De todo eso nos tenemos que revestir, eso es lo que cargamos sobre nuestras cabezas, que se inclinan con fingida humildad, ante el gesto del sacerdote. 


La suerte que tenemos es que se nos anuncia también un camino nuevo, se nos abre una calzada para recorrer, se despierta un fuego de la antigua hoguera de Pentecostés, aventadas por fin las cenizas de nuestro desencanto.
Y nos consolamos al escuchar: “¡Conviértete y cree en el Evangelio!”.
 
 
Fuente: vidanueva.es

 

 

 

 

 

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