Día 2: La mirada del Señor

jueves, 14 de febrero de

 

La oración, es para San Ignacio, un diálogo o conversación con Dios –y con sus santos, sobre todo la Virgen María-. Para el fundador de la Compañía de Jesús ocupa un lugar importante la consideración de la mirada del Señor: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro (o sea mas o menos un minuto), alzado el entendimiento hacia Arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado) me mira, etc; y hacer una reverencia” (EE 75).

 

Si, es verdad te mira

 

Nos dice el P. Javier Soteras que la consideración de la mirada del Señor es más que un “acto de presencia de Dios”.

 

San Ignacio recomienda pensar en que Dios me mira durante un Padrenuestro: o sea, aproximadamente durante un minuto. Sin embargo, puede convenir alargar este tiempo por la importancia y trascendencia de este primer momento de la oración ignaciana; no está dicho expresamente, pero se lo insinúa en el “etc.” Que San Ignacio añade a la consideración de la mirada del Señor.

 

¿Por qué? Porque este “etc.” Significaría que nos conviene dejarnos llevar por los sentimientos que en nosotros suscite esta mirada del Señor sobre nosotros.

 

Más aun, puede convenir tener preparados textos de la Escritura que nos puedan ayudar a mantener esta consideración de la mirada del Señor.

 

– El Salmo 139: “Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Mira si mi camino se desvía”.

– Alguna de las visiones del Apocalipsis. Por ejemplo, la inicial (Apoc 1, 12-20, que convendría comenzar a leer desde 1, 1):

Apoc 4, 1 a 5, 14 (“de pie, en medio […] y el que lo monta”).

 

En cualquiera de estos textos, puede convenir escoger una frase que más “interesantemente” (EE 2) sintamos y repetirla pausadamente, para “sentir y gustar” (ibid.) esa “mirada del Señor” sobre nosotros, cuando comenzamos a hacer oración.

 

 

Actitud ante la mirada

 

Pero San Ignacio no dice solamente que consideremos la mirada del Señor, sino que añade que hagamos “una reverencia o humillación” (EE 75). Recordemos que, en el Principio y fundamento, uno de los objetivos de la creación del hombre –de todo hombre- era “hacer reverencia a Dios nuestro Señor (o sea, Jesucristo)” (EE 23).

 

Bastaría un gesto muy simple, como arrodillarse o inclinarse profundamente. Hagamos la prueba y, si nos resulta beneficioso, no dejemos en delante de hacerlo.

 

Puede ayudarnos, para suscitar en nosotros esa actitud reverente, algún texto, como podría ser uno de los himnos cristológicos de San Pablo:

– “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1, 3 ss., con notas de BJ a cada bendición).

– “…Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios […] para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble […] y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor” (Flp 2, 6 ss., con notas de BJ).

– “Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1, 15 ss., con notas de BJ).

 

Para el P. Javier Soteras, puede ayudarnos en la consideración de la mirada del Señor tener e cuenta la enseñanza similar de Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia universal –como la declaró Pablo VI-, cuyo magisterio específico es el de la oración.

 

Para santa Teresa, “no es otra cosa oración sino el trato de amistad con quien sabemos nos ama” (Vida, cap. 8 n. 5). Pero ¿cómo comenzar a “tratar de amistad con quien sabemos nos ama”?. Santa Teresa tiene una manera o estilo propio de establecer esta comunicación de amistad, similar al estilo de Ignacio:

Procurad, pues estáis sola, tener compañía. Pues ¿qué mejor que la del mismo Maestro…? Representad al mismo Señor junto a vos […] y creedme, mientras pudiereis, no estéis sola sin tan buen amigo” (camino de perfección, cap. 26, n. 1).

 

Estamos ante una enseñanza de Teresa que, por su importancia, debe figurar entre las notas más típicas de su espiritualidad. No basta comenzar la oración con Jesús. Es, además necesario continuarla en su compañía:

“Creedme, mientras pudiereis, no estéis sin tan buen amigo. Si os acostumbráis a traerle cabe vos, y él ve lo que haceis con mayor amor y que andáis procurando contentarle, no podréis, como dicen, echar de vos, no os faltará para siempre” (Camino de perfección, cap. 26, n. 1).

 

 

 

Para tenerlo de “compañero”, no hay necesidad de elevados pensamientos ni de hermosas fórmulas. Basta mirarlo sencillamente:

“Si estáis alegre, miradle resucitado. […] Si estáis con trabajos o triste miradle cargado con la cruz […] y olvidará sus dolores consolar los vuestros, sólo porque os vais con él y volváis la cabeza a mirarle. ¡Oh Señor del mundo…! Le podéis decir vos, si no sólo queréis mirarle, sino que os holgáis de hablar con él, no con oraciones compuestas, sino de la pena de vuestro corazón” (Camino de perfección, ca. 26, nn. 4-6).

 

Este método teresiano –como el ignaciano- no es bueno solamente para algunas personas o propio de algunos estados –superiores o místicos- de la vida espiritual. Es excelente para todos, asegura Santa Teresa: “Este modo de traer a Cristo con nosotros aprovecha en todos estados –de vida espiritual-…” (Vida, cap. 12, n. 3).

 

Por tanto, no se limita la santa a aconsejar este modo de oración: lo declara obligatorio; todos deben hacer su oración con Cristo. Semejante afirmación bajo la pluma de Teresa –tan comprensiva de las diversas necesidades de las personas, tan cuidadosa siempre de respetar su libertad y la voluntad de Dios respecto de ellas- cobra una singular fuerza y casi nos asombra.

 

Santa Teresa, sabiendo que hay personas que, por ejemplo, no pueden representarse a Cristo, se pregunta cómo podrán, entonces, ponerse junto a Él y hablarle, aunque más no sea que de corazón. La santa da como respuesta su experiencia personal: jamás ha podido ella valerse de su imaginación en la oración y, sin embargo, esto no le ha impedido practicar lo que enseña. Leamos sus explicaciones que con precisión aclaran su método:

“Tenía tan poca habilidad para con el entendimiento representar cosas que, si no era lo que veía, no aprovechaba nada mi imaginación, como hacen otras personas, que pueden hacer representaciones adonde se recogen. Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre; mas es así que jamás pude representarle en mí, por más que leía su hermosura y veía imágenes, sino como quien está ciego a oscuras, que, aunque habla con una persona y ve que está con ella, mas no la ve. De esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor” (Vida, cap. 9, n. 6).

 

Por eso, se ayudaba con imágenes del Señor que le permitían hacer presente lo que, sin ellas, no podía “imaginar”. Hay otras personas que no pueden fijar la atención, ni saben tener largos razonamientos cuando dialogan con el Señor. Dirigiéndose a estos, escribe la santa española:

“No os pido ahora que penséis en él, ni que saquéis muchos conceptos, ni que hagáis grandes y delicadas consideraciones con vuestro entendimiento. No os pido más que le miréis. Pues, ¿Quién os quita volver los ojos del alma, aunque sea un momento, si no podéis más, a este Señor?” (Camino de perfección, cap. 26, n. 3).

 

Siempre es posible esta mirada de fe. La santa da así testimonio de su experiencia:

“¡Oh las que no podéis tener mucho discurso en el entendimiento, ni podéis tener el pensamiento sin divertiros! ¡Acostumbraos, acostumbraos! ¡Mirad que yo sé que podéis hacer esto, porque pasé muchos años por este trabajo, de no poder sosegar el pensamiento en una cosa!” (ibid., n. 2).

 

Sirve aquí el ejemplo de aquel paisano al que ante la pregunta del santo Cura de Ars sobre qué hacía tanto tiempo ante el Santísimo, respondía: “Él me mira […], yo lo miro”.

 

Para San Ignacio es éste el comienzo de toda oración: “Un paso o dos antes del lugar donde tengo que contemplar o meditar, me pondré de pie por espacio de un Padrenuestro, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.” (EE 75).

 

Ponerse bajo la mirada del Señor, no sólo es el comienzo sino también su medio y su término. Tal como dice santa Teresa, si nos acostumbramos a ello, “no lo podréis, como dicen, echar de vos”


 

 

Despertar el anhelo de Dios

 

Los Ejercicios Espirituales son un camino que retoma todos los caminos que hemos recorridos a lo largo de la vida. Hoy nos sentimos atraídos en caminar tras las huellas de Jesús, buscarlo y conocerlo.

 

La invitación de hoy, nos dice el Padre Julio Merediz, es ponernos en su presencia, poder sentir su presencia, su mirada que me mira con ternura, que me crea y que me perdona; Jesús que quiere escucharme y a la vez hacerse escuchar.

 

Podemos ponernos en su presencia recitando el Salmo 62, y desde ahí poder experimentar el anhelo hondo que tenemos de Dios y que no siempre lo tenemos presente en lo de todos los días:


Dios mío, desde la aurora te busco,
mi alma tiene sed de ti.
Señor, por ti yo suspiro
como tierra reseca,
yo quiero contemplarte
ver tu gloria y tu poder.
Porque tu amor vale más que la vida,
mis labios cantarán tu alabanza.
Te bendeciré, cada día elevaré mis manos
invocándote.
Me acuerdo de ti en las noches,
velando medito en ti.
Porque siempre has sido mi refugio,
y soy feliz porque mi alma está unida a ti.

 


Texto bíblico: El ciego de Jericó (Mc 10, 46-52)

 

“¿Qué quieres que haga por tí?” le pregunta el Señor a un hombre que desde hacía años aguardaba la luz. Seguramente, nunca en la vida el ciego había escuchado algo semejante, que el Hijo de Dios le ofreciera su cercanía y estuviera dispuesto a responder a sus anhelos. El hombre no pidió ni riquezas, ni prestigio, ni honra, ni salud… simplemente pidió ver.

 

En el evangelio “ver” es mucho más que mirar con los ojos. Sólo ve con verdad el que es capaz de vislumbrar el misterio, el que descubre hacia dónde va su vida y camina en esa dirección. En realidad, dice el P. Julio Merediz, sólo ve quien en medio de su trabajo y sus penas descubre a Jesús. El que no llega a eso, aunque vea, sigue ciego.

 

Hoy el Señor también nos lo pregunta a nosotros “¿Qué querés que haga por vos?”. Y es éste el momento de pedirle a Dios lo que queremos… Si en el momento supremo de la vida se nos concediera hacer una sola petición, y si ahí me preguntara qué quiero de Él… ¿qué le pediría?. Tendría que ser algo definitivo, algo que orientara el rumbo de la marcha. En circunstancias parecidas, Salomón, el rey, pidió sabiduría para guiar a su pueblo.

 

El P. José Gabriel del Rosario Brochero decía que “me felicitaría si Dios me sacara del planeta sentado confesando o explicando el evangelio”. Cada uno debe encontrar lo que realmente quiere pedirle al Señor.

 

Ahondar en el corazón, interrogarnos con interioridad ¿qué deseo para mí y para los que amo? ¿qué estoy dispuesto a recibir de Dios?. El P. Julio nos invita a comenzar a responder a esta pregunta, que seguramente podremos darle una respuesta a lo largo de éstos días de ejercicios.

 

 

Resumen del Ejercicio de hoy:

1º Ponerse bajo la mirada del Señor.
2º Petición: Con el salmo 62 repetimos esa petición que puede acompañarnos a lo largo de éstos días. Pedir la gracia de que aparezca el anhelo que está dentro de mí. Y si en la oración nos distraemos, volver a pedirlo.

3º: Lectura Mc 10, 36-52

4º Coloquio: dejar que brote del corazón lo más profundo en diálogo con Jesús.

 

Oleada Joven