Día 9: Curación de un enfermo en la piscina de Betzata

lunes, 25 de febrero de

Confesión general en los retiros y ejercicios

P.Javier Soteras

 

 

1. Es exclusivo de Dios recibir confesión y perdonar


Hay dos cosas -dice el beato Isaac-, abad del monasterio de Stella, contemporáneo de San Bernardo- que corresponden exclusivamente a Dios: el honor de recibir la confesión el poder de perdonar los pecados. Por ello debemos manifestar a Dios nuestros pecados y esperar de él nuestro perdón. Porque sólo a Dios corresponde perdonar los pecados, sólo a él debemos confesar nuestras culpas.


Pero ¿no es nuestra costumbre confesarnos ante un sacerdote? Y san Agustín ¿no se confiesa, “no solamente delante de ti, sino también delante de los hombres, mis compañeros de gozo y consortes de mi mortalidad, conciudadanos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores” (cf. Confesiones, libreo X, cap. 1-5)?


¿Qué hacen todos estos hombres en la confesión y, consiguientemente, en el perdón de nuestros pecados?


2. En la Iglesia y con un sacerdote


Lo explica en los siguientes términos el beato Isaac:


“Así como el Señor todopoderoso y excelso se unió a una esposa insignificante y débil –la Iglesia, formada por hombres y por pueblos-, haciendo de una esclava una reina, así, de manera parecida, el esposo comunicó todos sus bienes a aquella esposa a la que unió consigo y también con el Padre. Por ello, en la oración que hizo el Hijo a favor de su esposa –en la ultima cena- dice al Padre: “Quiero, Padre, que así como tú estás en mí y yo en ti, sean también ellos una cosa con nosotros” (cf. Jn 17, 21).


El Esposo, por tanto que es uno con el Padre y uno con la esposa, destruyó aquello que había hallado menos santo en su esposa y lo clavó en la cruz, llevando al leño sus pecados y destruyéndolos por medio del madero. De esta manera participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el Esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados. Por eso dice –en otro sitio de su Evangelio-: “Ve a presentarte al sacerdote” (cf. Mt 8, 4; todo milagro tiene incluso en los sinópticos, y no sólo en Juan, un sentido profundo, sacramental).


La Iglesia nada puede perdonar sin Cristo y Cristo nada quiere perdonar sin la Iglesia. La Iglesia solamente puede perdonar al que se arrepiente, es decir, a aquel a quien Cristo ha tocado con su gracia. Y Cristo no quiere perdonar ninguna clase de pecados a quien desprecia a su Iglesia.


No debe separar el hombre lo que Dios ha unido. Gran misterio es este, el de Cristo y la Iglesia (Cf. Ef 5, 32). No te empeñes, pues, en separar la Cabeza del cuerpo, no impidas la acción del Cristo total, pues ni Cristo está entero sin la Iglesia, ni la Iglesia está íntegra sin Cristo. El Cristo total e íntegro lo forman la Cabeza y el cuerpo. Este es el único –el Cristo total e íntegro- que perdona los pecados: el que primero lo toca (Cf. Mt. 8, 3), para obrar la contrición en el corazón, luego lo envía al sacerdote, para que se confiese de palabra (Cf. Mt. 8, 4); y el sacerdote lo remite a Dios, para que satisfaga con sus obras.”

 

Estas tres cosas, concluye diciendo el beato Isaac (Cf. Sermones del beato Isaac, abad del monasterio de Stella, en la segunda lectura del viernes de la Semana XXIII del Tiempo ordinario de la Oración de las Horas) hacen perfecta la penitencia sacramental: el arrepentimiento de corazón, la confesión con la boca y la satisfacción con las obras.

 


3. Mas que con un Sacerdote ( San Agustín )


¡San Agustín hace, más, mucho más que confesarse con un sacerdote, pues se confiesa de sus pecados ante todos los hombres, los de su tiempo y los de todos los tiempos, porque escribe sus Confesiones como libro! Y como siempre hace bien tener ante nuestros ojos ejemplos de “más”, aunque nosotros tengamos que hacer “menos”, porque el Señor no nos pide tanto, vamos a transcribir a continuación, extractándolo del Libro X, cc. 1-5 de las Confesiones, cómo razona Agustín su “confesión” –no sacramental- ante todo el mundo. Es un ejemplo que nos puede servir cuando buscamos tantas condiciones humanas y espirituales en un sacerdote, que nunca encontramos; uno con quien confesarnos con la freceuncia conveniente (que nos comprenda, que aconseje bien, etc., cuando lo que más importa es que haya sido puesto por la Iglesia para oír nuestros pecados y perdonárnoslos).


Dice san Agustín (y lo que él dice de su confesión ante los hombres vale, y con más razón, de la confesión ante un sacerdote):
“Señor, a cuyos ojos desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí –ante ti-, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderme a ti de mí, no a mí de ti…Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. No hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Así, pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al ruido de las palabras, clama en cuanto al afecto del corazón. Porque ni siquiera una palabra puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú podrías oír algo de mí si antes no me lo hubieras dicho tú a mí (recordemos que es el Señor quien nos hace conocer nuestro pecado, quien nos lo revela, y no cada uno de nosotros a nosotros mismos)”.


Pero si esto es así:


“…¿qué tengo que ver yo con los hombres para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a sanar todas mis enfermedades?


Curioso este linaje de los hombres, para averiguar vidas ajenas, desidioso para corregir las suyas. ¿Por qué quieren oír de mí lo que soy, ellos que no quieren oír de ti quienes son? …Mas porque la caridad todo lo cree –entre aquellos, digo, a quienes unidos contigo haces una sola cosa-, también yo, Señor, aun así de tal manera me confieso a ti, para que lo oigan los hombres.


No obstante esto, Médico mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto.  Las confesiones de mis males pretéritos –que tú ya perdonaste y cubriste, para hacerme feliz en ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas, excitan el corazón para que no se duerma en la desesperación (el que las lee y las oye, que también es, como yo, pecador) y diga: “No puedo”, sino que lo despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia (que, así como ha obrado en mí, puede también obrar en él), gracia por la que es poderoso todo débil (es decir, todo hombre) que se da cuenta por la misma gracia de su debilidad.


Y, además, deleita a los buenos oír los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no los deleita por aquellos de ser malos, sino porque lo fueron y ya no lo son.


Pero, además de confesar lo que fui, ¿con qué fruto, Señor –a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya con la esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego, confiese delante de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que soy ahora, no lo que he sido? Porque ya hemos visto y consignado el fruto de consignar lo que fui.


Hay muchos que me conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy yo al presente en este tiempo precioso en que escribo mis Confesiones; los cuales, aunque hanme oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren sin duda, saber por confesión mía lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar ni con la vista, ni con el oído ni con la mente.


Pero, ¿con qué fruto quieren esto? ¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me ha acercado a ti por tu gracia, y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me manifestaré, pues, a los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el que sean muchos los que te den gracias por mí, y seas rogado de muchos por mí.


Ame en mí el ánimo fraterno lo que enseñas se debe amar, y duélase en mí de que enseñas se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño, no el de los hijos ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra de la iniquidad (cf. Sal. 144, 7-8), sino el ánimo fraterno, que cuando aprueba algo en mí, se goza en mí, y cuando reprueba algo en mí, se contrista por mí, porque, ya que me apruebe, ya que me repruebe, me ame.


Me manifestaré a estos tales. Respiren en mis bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y tus dones: mis males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquellos y suspiren en estos, y suba a tu presencia el llanto de los corazones fraternos, tus turíbulos (cf. Apc 8, 3). Y tú, Señor, deleitado con la fragancia de tu santo templo, (producido por esos corazones), compadécete de mí, según tu gran misericordia (Sal 51, 7), por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu obra, consuma en mí lo que aún hay de imperfecto.


Este es el fruto de mis confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese esto, no solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor, y con secreta tristeza mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes, hijos de los hombres, compañeros de mis gozos y consortes de mi mortalidad, ciudadanos míos y peregrinos conmigo, anteriores, posteriores, y compañeros actuales de mi vida. Estos son tus siervos, mis hermanos, que tú quisiste fueran hjos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti.


Manifestaré, pues, a estos tales –a quienes tú mandas que les sirva-, no quién he sido, sino quién soy ahora al presente (o sea, mis adelantos en la virtud, por pura misericordia y gracia de Dios), y qué es todavía lo que hay en mí (es decir, de mi pasado pecador). Pero no quiero juzgarme a mí mismo. Sea, pues, oído así (como lo expreso). Tú esre, Señor, el que me juzgas. Porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas interiores del hombre sino el espíritu del hombre que está en él (Cf. 1 cor 4, 3), con todo hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes todas sus cosas, porque le has hecho. También yo, aunque en tu presencia me desprecie y tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí. Y ciertamente ahora te vemos, por espejo, en enigmas, no cara a cara (Cf. Ibíd., 13, 12), y así, mientras peregrino fuera de ti, me soy mas presente a mí que a ti. Con todo, sé que tú no puedes ser de ningún modo vencido, en tanto que no sé a qué tentaciones puedo yo resistir y a cuáles no puedo, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que podemos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir (Cf. Ibíd., 10, 13).”

 

Una confesión general –cualquiera sea el tiempo que abarque- no es algo que haya que hacer siempre y necesariamente, sino algo que es muy conveniente hacer en retiros o Ejercicios, por el mayor conocimiento y dolor de todos los pecados pasados (EE 44).

 


Pasos para una buena confesión


1. Examen de Conciencia.
Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos. Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños. Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.


2. Arrepentimiento. Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.


3. Propósito de no volver a pecar. Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado. De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar. Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la lucha, no la caída.


4. Decir los pecados al confesor.
El Sacerdote es un instrumento de Dios. Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.

 

5. Recibir la absolución y cumplir la penitencia. Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios. La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.

 

 

 

Curación de un enfermo en la piscina de Betzada

P. Julio Merediz


San Ignacio marca diferentes etapas a lo largo de los Ejercicios que él llama semanas; hoy comenzamos con la segunda semana en donde vamos a adentrarnos en el conocimiento interno de Jesús para amarlo y seguirlo.

 

“Quien me sigue no anda en tinieblas”, palabras de Cristo con la cual nos invita a seguir su vida y costumbres. “Sea, pues, nuestro estudio pensar en la vida de Jesús” dirá San Ignacio para esta semana. Hoy pedimos la gracia de conocerlo internamente, para conociéndolo más le ame y le siga. Nos puede ayudar el salmo 26

 

El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?




Cuando los israelitas en el desierto hicieron su alianza con Dios, ellos pasaron a ser propiedad de Yaveh a cambio de la ley. La alianza es gracia de Dios y su contrapartida es la ley. A lo largo de los siglos, el pueblo rompió en reiteradas ocasiones la alianza, y siempre Dios la restauró. Les fue prometida una nueva alianza que iba a estar escrita en sus corazones y que se realiza con la llegada de Jesús, el mediador de la Alianza Nueva. Por eso la gracia nos llega a nosotros por Cristo, y siguiéndolo cumplimos la ley de Dios. Él es modelo a imitar, pero sobretodo, pastor para seguir. Por eso su contemplación permanente es escuela práctica. Cristo es para nosotros la ley y la gracia.

 

Estuvimos ahondando sobre el pecado, la misericordia de Dios que nos llevó a encontrarnos con Cristo puesto en cruz, y ante ellos nos preguntamos qué hecho, qué hago, qué haré por Cristo. Hemos sentido la caricia de su misericordia, hemos recorrido una y otra vez aspectos importantes de nuestra vida, pero éstos ratos de oración donde el pecado ha aparecido como una interferencia fuerte al plan de Dios, concluyen en la contemplación del corazón de Jesús. Por eso la actitud que tenemos para rezar, es un gran agradecimiento. La invitación de hoy es volver a la gratitud, con un corazón generoso, poder devolver algo de todo lo que el Señor ha hecho por nosotros, lo que hace y lo que con seguridad seguirá haciendo para mi bien. Éste es el espíritu de esta segunda semana de los Ejercicios de San ignacio.

 

 

 

 


“¿Quieres curarte?”

 

Tomamos el Evangelio de san Juan 5, 1-18

 

Jesús formula la pregunta a un paralítico que llevaba 38 años junto a la piscina esperando un milagro. En tales circunstancias, pudo parecer casi cruel semejante pregunta. Sus deseos resultaban evidentes, aguardaba con temblor el movimiento de las aguas y la ayuda de una mano salvadora. Pero Jesús sabe lo que hay en el corazón humano, y nuestros extraños modos de actuar. Dentro de nuestras curiosidades, muchos de nosotros en el fondo del alma preferimos quedarnos postrados para siempre antes que levantarnos. No sabemos pedir ayuda, y nos cuesta acercarnos a quienes puede curarnos; tenemos miedo de que nos diagnostiquen nuestro mal, lo negamos, lo ocultamos y permitimos que siga avanzando. Es una constatación de médicos, psicólogos, directores espirituales… rechazamos en el fondo poner los medios que nos hacen andar, sólo queremos aliviar síntomas, pero dejando en claro que el mal es tan profundo que no tiene remedio.

 

Ésta situación es también válida en las crisis de fe, esos desgarrones que quitan sentido a nuestras vidas. Nos encerramos y pareciera que todos buscamos la felicidad, pero con frecuencia ponemos esa felicidad en compadecernos de nosotros mismos o de que los otros se preocupen de nosotros, nos tengan lástima y se nos acerquen. Nos gusta que nos miren con compasión. El verdadero mal no está tanto en el dolor físico o en la pena que tengamos, sino en el modo cómo procesamos ese sufrimiento. Tarde o tempranos a todos nos toca el dolor, pero el problema es que algunos queremos quedar entrampados y paralizados para siempre. Ahí se explica que Jesús, antes del milagro que supone la fe, nos pregunte como al hombre de la piscina: “¿querés curarte?”.

 

Para superar nuestras dolencias resulta indispensable poner algo de nuestra parte; todo es gracia pero nada se hace sin la humilde y libre colaboración humana. La vida y la salvación son un regalo pero supone la colaboración de nosotros. En el fondo Jesús nos pregunta si queremos colaborar con Él, “¿querés curarte?”. Ante tantas penas, dudas de fe y de sentido, incomprensiones es necesario hacernos honradamente la pregunta de Jesús: “¿querés curarte?, querés levantarte y anda, querés ayudarte y que te ayuden, sos capaz de confiar en los demás y en el Señor, sos capaz de mirar con honradez la verdadera causa de lo que te pasa, estás dispuesto a poner los medios eficaces para salir de la parálisis… Si no sos capaz de poner aunque sea el deseo, todos los males son incurables. El Señor te invita a andar y a caminar.

 

 

Resumen del ejercicio de hoy


1º Ponerse en la presencia del Señor, bajo su mirada llena de amor y actual, cómo me mira hoy.
2º Petición: “Señor dame gracia para conocerte internamente y conociéndote más, amarte y servirte”. Salmo 26
3º Cuerpo: Jn 5, 1-18
4º Coloquio: conversar con Jesús. También podemos pedirle a María que nos ayude a pedir la gracia de un nuevo conocimiento de Jesús.
5º Examen de la oración
 

 

Oleada Joven