Estamos en el último día de los Ejercicios Ignacianos que nos ponen ya en la puerta de los días mayores de la Semana Santa. Lo hacemos con un corazón agradecido, y como lo hemos hecho durante todo éstos encuentros, de mano del próximo beato José Gabriel del Rosario Brochero.
El fervor en Brochero
Por pedido de algunos ejercitantes radiales, en éste último día vamos a detenernos en el fervor. Me animaría a decir que “el Padre Brochero es fervor”. El ardor misionero ha sido una de las señas de identidad de José Gabriel Brochero, distinguida por la propagación de la fe y la creatividad constante en los diversos ministerios de la palabra. Sobresale en su camino misionero una santa audacia, una “agresividad apostólica” que en lenguaje paulino sería la “parresía”, al mejor estilo de San Pablo o de San Francisco Javier. Éste accionar tiene una fuente que es un profundo amor personal a Jesucristo, que es en la vida la búsqueda y adhesión a la voluntad de Dios. El Padre Brochero cultivó un profundo amor a la Palabra de Dios haciendo de ella el elemento esencial de su vida de creyente. En sus cartas y en sus textos se lee una gran familiaridad con la escritura, conocía a fondo la Palabra y la cita permanentemente de memoria textos bíblicos. Abundan testimonios, y hay uno muy lindo de Benjamín Aguirre que era compañero de universidad, y Brochero se alojaba en su casa:
“Por lo que yo pude observar, durante las noches rezaba continuamente. Incluso me despertaba para hacerme participar sus reflexiones y pensamientos piadosos, comúnmente referentes al evangelio. Vivía según su fe. Durmiendo en la habitación, separada por un biombo, me despertaba para leerme algun pasaje y hacerme el correspondiente comentario”.
Brochero acogió la sagrada escritura con verdadera actitud de discípulo y allí experimentó la fuerza transformadora de la Palabra del Señor que lo ayudó a descubrir y aceptar en todas las cosas la voluntad de Dios. Hay otro testimonio, ya en la parte final de su vida, que dice que “la gente se lamentaba de su mal (la lepra) y él dijo que estaba mejor, para así poder meditar piadosamente en las cosas de nuestro Señor. En una oportunidad dijo “qué cosa maravillosa habrá sido oír de labios de nuestro Señor, el sermón de la montaña que nosotros después de haberlo recibido de segunda o tercera mano, nos llega tanto que los mismos apóstoles fueron tranquilamente a la muerte después de haberlo oído y que no tenían otra felicidad”.
Éste es el amor personal de Jesucristo y lo primero que se distingue en el Cura Brochero. Un amor que por su naturaleza tiende a comunicarse en forma de ayuda a los otros, un amor que está en el celo por ayudar a que otros disfruten y se enriquezcan con éste conocimiento de Jesús. Es el famoso “celo misionero” que repetimos en la oración del Cura Brochero. Porque el amor de Jesucristo impregna tanto la vida del Cura Brochero, que su actuación es un resplandor e irradia a Cristo, por eso va a ser beatificado. Por eso el celo misionero, su ardor apostólico y una predicación descarada de Jesucristo sin verguenzas, sin complejos ni timideces, sin pudores son un llamado a nosotros a salir también nosotros de cierta apatía. Salir de aquel “y bueno, si siempre se hizo así” o a aquel “pero la gente ya no es como antes”…
Si hay un elemento primero y sobresaliente de la “cultura brocheriana” es el fervor ardiente y misionero, elocuente y contagioso que procede del contacta íntimo con Jesús.
Además aparece el abajamiento, como otra fuente del fervor brocheriano. Porque el amor a Cristo crucificado y humillado y la contemplación de su corazón traspasado nos contagian el modo de estar en la historia y de cumplir su misión. Y Brochero abrevó esta espiritualidad en los Ejercicios de San Ignacio, y aprendió en aquella contemplación de la encarnación a mirar el mundo con los ojos compasivos de Jesús. Son estos ojos lucidos ante los sufrimientos del mundo, bien abiertos ante los sufrimientos de los pobres, los sin voz, los olvidados y los que nos contagian la mirada de Jesús al mundo. Él trató de hacer propia esta mirada. Lo mismo con el corazón desbordante de misericordia de Jesús que nos impulsa a desgastarnos en la reconciliación de los hombres con Dios.
Por eso creo que pertenece a la lectura cristológica de la vida del Padre Brochero a su modo de situarse ante los conflictos que acontecen en el mundo, a la concepción de fondo de su misión y a la inspiración directa de su ministerio sacerdotal, articularlo todo desde la mirada y las entrañas misericordiosas de Jesús “que dio y da la vida por el mundo”. Por eso un segundo elemento que va unido a este fervor ardiente y misionero, es la inspiración de todas nuestras acciones cristianas desde el afecto, el interés y la compasión sobretodo por los golpeados por el sufrimiento, la pobreza y la injusticia.
También aparece un tercer elemento que va muy unido a los otros dos y es el alma misma de la acción misionera del Cura Brochero y que aún perdura, es el empleo de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Es el arma apostólica central, porque allí el Ejercitante aprende que el Señor que sabe dar buenos dones a sus hijos nos impulsa a pedir y a buscar. Es la oración que se expresa mejor con gemidos que con palabras; es la oración que se expresa más con el llanto que con los labios; por eso recibiremos con más abundancia si creemos con más confianza, y esperamos con más firmeza y deseamos con más ardor.
Cuando hace algo más de 50 años, hice el noviciado en la Compañía de Jesús, en esa comunidad grande de novicios y también de padres mayores que hacían otros apostolados misioneros, me tocó compartir en la comunidad al P. Antonio Aznar. Él es uno d ellos grandes recopiladores de los testimonios vivos de Traslasierra después de la muerte de Brochero y que continuó durante muchísimos años la misión allí y ayudando en la Casa de Ejercicios. Yo le escuché a él decir que el estilo pastoral del Cura Brochero y los distintos misioneros que los ayudaban en las tandas de ejercicios estaba particularmente marcada por aquella anotación Ignaciana: “que el mismo creador y Señor se comunique al alma devota abrazándola en su amor y alabanza y así disponiéndola por el camino que mejor pueda servirle en adelante”. Aquí está la fuerza de los ejercicios, el que se encontró con el Señor y se sintió abrazado por ese amor personalísimo del Señor se dispone a servirlo y de aquí surge de cada ejercitante un nuevo misionero/a.
El tercer elemento de esta “cultura brocheriana” radica en este encuentro con el misterio que conduce y ayuda al encuentro personal y profundo con Dios.
Pedir la gracia del fervor
Pablo VI decía, y lo retomaban los obispos en Brasil, y ahora lo actualiza el Papa Francisco: “dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y en la desilusión, en la acomodación al ambiente y al desinterés y sobretodo en la falta de esperanza. Y puede llegar hasta la resistencia de la inercia, la actitud un poco hostil de alguien que se siente como de casa, que dice saberlo todo (“siempre se hizo así”), y ya no cree en nada (“la gente ya no es como antes”). Y cuando un pastor, un creyente, un misionero está ayuno de fervor, su palabra entonces es tediosa, sus miradas son cerradas y estrechas como el horizonte de su tibio corazón”. Así hablan los obispos de aparecida retomando a Pablo VI.
Ahí también me viene a la memoria ese santo tan Latinoamericano que también cita a Brochero, y escribe a cerca de ese fuego que enciende a otros fuegos, San Alberto Hurtado: “Tomo el evangelio, voy a San Pablo y allí encuentro un cristianismo todo fuego, toda vida, conquistador. Un cristianismo que toma a todo el hombre, que rectifica la vida y abarca toda actividad. Es como un rio de lava ardiente, incandescente que sale del fondo mismo de la religión”. Ese es el fervor hecho fuego que se apoderó de San Alberto Hurtado para decir con San Pablo “No vivo yo, es Cristo que vive en mí”.
“Levantemos nuestra mirada hacia Cristo nuestro Señor puesto en cruz que nos salva. Y proponiendo enmienda para adelante y mientras lo contemplamos en su piedad para con nosotros, pidámosle a la Virgen madre que nos repita incansablemente y cada día en el corazón aquellas preguntas que son como un examen de conciencia permanente en la vida de un hombre o mujer de fe: ¿podremos salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza o por ideas falsas omitimos anunciar el evangelio?” continuaban diciendo los obispos en Aparecida.
Contemplación para alcanzar amor
Llegamos a la culminación de este camino de Ejercicios Espirituales y que metidos en al gran camino de la vida nos ayudan a ir clarificando hacia dónde vamos, qué queremos y profundizar el verdadero sentido de nuestra vida.
San Ignacio culmina estos ejercicios con una contemplación que el llama “Contemplación para alcanzar amor”. Como hemos hecho todos los días y como conviene siempre, nos ponemos en presencia del Señor y sentimos su mirada llena de ternura y compasión. Nos ayudamos con el salmo 65:
Aclamen a Dios en toda la tierra, canten salmos a su glorioso nombre, hagan alarde de sus alabanzas.Digan a Dios: ¡Qué terribles son tus obras! Tu fuerza es tal que tus enemigos se convierten en tus aduladores.Toda la tierra ante ti se inclina, te canta y celebra tu Nombre.
San Ignacio nos pone primero como dos advertencias, dice “Conviene advertir dos cosas. Primero el amor debe ponerse más en las obras que en las palabras”. Y una segunda advertencia dice “el amor consiste en comunicación recíproca, es a saber el compartir y el comunicar el amante con el amado lo que tiene o de lo que tiene y puede, e inversamente el amado con el amante, de manera que si uno tiene ciencia la comparta con el que no la tiene si tiene honores y riquezas y así uno con el otro recíprocamente”.
En esto consiste ese amor que queremos alcanzar al culminar estos ejercicios. Y luego del preámbulo que será aca verme a mí mismo, cómo estoy delante del Señor, pedimos “Conocimiento interno de tanto bien recibido para que yo reconociéndolo completamente pueda en todo amar y servir al Señor”. Cuanto más reconozco entonces más me voy a sentir mayor deseo de amarlo y servirlo.
Desarrollo de la contemplación
San Ignacio nos propone tres o cuatro momentos:
Primero hacer memoria de los beneficios recibidos de la creación, de la redención y de los dones particulares. En la creación entra la vida; la redención se resume en aquello “nació, vivió y se entregó por mí”; después están los dones particulares que el Señor me fue regalando a lo largo de mi vida, aquellas llamadas especiales que me hizo. Luego San Ignacio nos invita a contemplar las criaturas, los vegetales y los animales, y cómo todo viene de Dios y vuelve de Dios. En otro momento ver cómo el Señor está trabajando permanentemente en la creación: en los elementos del cielo, en las plantas, en los frutos, en los ganados… está dando ser. Esto nos recuerdo “el hombre ha sido creado” y yo también. Y ver como estos dones descienden de la bondad, la piedad y la misericordia de Dios.
Hacer memoria
Vamos a tomar primeramente la memoria de los pueblos. Cuando San Ignacio nos pide hacer memoria de los beneficios recibidos y ponderarlo esto con mucho afecto “cuánto ha hecho el Señor por mí”, él quiere ir más allá del mero agradecimiento por todo lo recibido. Quiere enseñarnos a tener más amor. Quiere confirmarnos en el camino emprendido, y ésto lo hace la memoria. La memoria como gracia de la presencia del Señor en nuestra vida, la memoria del pasado que nos acompaña no como un peso bruto sino como un hecho interpretado a la luz de la consciente presente. Por eso pidamos hoy recuperar la memoria. Memoria de nuestro camino personal, de cómo me buscó el Señor, de mi familia y de mi pueblo porque los pueblos tienen memoria.
Todas las manifestaciones religiosas del pueblo fiel son una explosión espontánea de su memoria colectiva. Allí está todo lo que somos: el indio y el español, el misionero y el conquistado, los inmigrantes y el mestizaje. Y todas esas grandes celebraciones populares como tenemos en Lujan, en el valle, en San Nicolás y en tantos lugares de nuestra patria tienen con sí más allá de las búsquedas, la unidad que da la virgen. La memoria es una potencia unitiva y creadora. Así como el entendimiento librado a su propia fuerza desarranca, la memoria viene a ser el núcleo vital de la familia o de un pueblo. Una familia sin memoria que no respeta ni atiende a sus abuelos es una familia desintegrada, pero una familia y un pueblo que se recuerdan son familia y pueblo del porvenir.
La memoria de la Iglesia y de los pueblos
La Iglesia también tiene su memoria, y la memoria de la Iglesia es la pasión del Señor. La eucaristía es el recuerdo de la pasión del Señor, allí está el triunfo. Y el olvido de esta verdad ha hecho muchas veces aparecer a la Iglesia como triunfalista pero la resurrección no se entiende sin la cruz. En la Cruz está la historia del mundo. Allí están la gracia y el pecado, la misericordia y el arrepentimiento, el bien y el mal, el tiempo y la eternidad. La iglesia recuerda la misericordia de Dios. Los 10 mandamientos que enseñamos a nuestros hijos son la otra cara de la alianza, la cara legal, que pone marcos humanos a la misericordia de Dios. Cuando el pueblo de Dios fue sacado de Egipto, allí recibió la gracia. Los mandamientos son fruto del recuerdo y por eso han de transmitirse de generación en generación.
La memoria nos ata a una tradición, nos ata a una ley viva e inscripta en el corazón. Así como Dios tiene atado a su corazón y en todo su ser el proyecto de salvación, la base del ejercicio de la Iglesia y de cada uno de nosotros en el recuerdo consiste en ésta seguridad “Yo soy recordado por el Señor. Él me tiene atado en su amor”. Por todo esto nuestra oración debe estar signada siempre por el recuerdo. Esa es la oración de la iglesia que tiene siempre presente la salvación. En el credo no está solo el compendio de las verdades cristinas sino también el de la historia de nuestra salvación: “nació de Santa María Virgen, padeció….”.
La memoria del corazón
Así como hay una memoria de pueblo y una memoria de la iglesia, también hay una individual que es la memoria del corazón. En esta contemplación para alcanzar amor queremos recuperar la memoria del corazón, y ésto es una gracia. Que releyendo nuestra propia vida podamos dar cuenta compartida.
En esas acciones del amor rendido y entregado está encerrada toda la vida y obra de Jesús. Partir el pan o pasar la copa no es sólo un gesto que cierra y concluye el misterio de una vida arriesgada, sino que es precisamente lo que la abre lo que la explica lo que alienta nuestra esperanza apasionada para caminar confiados en el futuro de Dios. La pasión por recuperar un horizonte de futuro para las esperanzas que duelen, nos brota de una comunión íntima y misteriosa con la palabra de Jesús cuyo cuerpo roto y entregado es la garantía de lo que no vemos, y cuya sangre derramada y fecunda es el único fundamente de lo que esperamos. Porque es lo único que nos despierta y nos mantiene vivo el fervor de la esperanza.
Memoria del corazón porque al olvidar lo esencial nos perdemos, porque experimentar la abundancia desbordante de la vida en tiempos de incertidumbre sólo es posible desde la comunión con el dolor del mundo, con la desesperación incluso de los que buscan y nunca encuentran la salida que les ensanche el corazón y les enjugue las lágrimas de sus ojos. Hacer memoria con el corazón no es solamente un ejercicio de solidaridad en el sufrimiento universal de los desposeídos y los maltratados de la historia, es también despertar a una posibilidad nueva que sin engañarnos con falsas promesas nos abre a otra vertiente de vida y esperanza. De este modo se experimenta el fervor porque el ánimo se nos despierta. Con el fervor las fuerzas se recuperan, la energía interior se despliega de nuevo y nos descarga los fardos insoportables que muchas veces curvan nuestras espaldas doloridas y cansadas. Esa es la experiencia de aquellos discípulos que desesperanzados se volvían de Jerusalén a Emaús y en el camino se encontraron con el Señor resucitado que les fue cambiando el corazón y recordando las Sagradas escrituras y haciéndoles ver como todo aquello estaba referido a su entrega y resurrección. Y finalmente cuando se queda en la casa de ellos en la tarde que caía, repite el gesto eucarístico y allí se abren los ojos de aquellos hombres: “¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?”.
La experiencia del fervor es una experiencia cotidiana de quien mantiene alerta el corazón. Podemos creer y esperar no porque nos esforzamos por encontrar razones, sino porque experimentamos la pasión de la esperanza que enciende en nuestras miradas un paisaje de perdón y compasión. Somos reengendrados en la esperanza de la nueva vida, hechos nuevos de verdad conforme a la fuerza de la Palabra y a su acción transformadora que nos cambia por dentro y nos reanima en el horizonte de una comunión con su misterio. Recuperar la memoria del corazón es reconocer el don, como dice San Ignacio, sabernos los hijos y las hijas de la bendición….
La Virgen Madre, “mi Purísima”, como la llamaba el Cura Brochero, “guardaba todas éstas cosas en el corazón” y ella nos va a ayudar para obtener esta gracia de la memoria. Y finalmente terminamos con un coloquio de ofrecimiento al Señor luego de la contemplación para alcanzar amor; responderle a eso de “amor con amor se paga” y “hay más alegría en dar que en recibir”. Podemos rezar la oración que pone San Ignacio al final:
“Toma, Señor, y recibe toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad.
Todo mi haber y mi poseer, Vos me lo diste,
a Vos, Señor, lo torno. Todo es tuyo.
Disponelo a tu vuestra voluntad,
dame tu amor y gracia que ésta me basta”
P. Julio Merediz