Anhelamos. Con furia. Con sed. Con pasión o con tristeza. Con alegría y júbilo. Con incertidumbre. Somos capaces de anticipar historias, interrogaciones, llamadas. A todas las edades, y en cada una de ellas con distintos matices. Con la urgencia de los niños, la impertinencia de los adolescentes, la intensidad de los jóvenes, la perspectiva de los adultos o la sabiduría de los ancianos. Pero deseamos, porque estamos vivos, y porque somos capaces de imaginar. Mundos mejores. Vidas mejores. Amores mejores. El anhelo, el deseo, es también uno de los pilares en los que se sostiene la fe. Creer es desear.
El deseo me ayuda a elevar la mirada más allá de lo inmediato. Puedo salir de lo cotidiano, de lo más prosaico, y lanzar la vista y el corazón a lo que aún no está. Se llama esperanza, y anhelo. Pone en juego la imaginación y la voluntad. Pero es una mirada necesaria, porque si solo camino con la vista puesta en lo inmediato, en el hoy, en el aquí y ahora, entonces me faltará perspectiva para encaminar mis pasos hacia algún lugar que merezca la pena.