De que la palabra “amén” es profusamente utilizada por los cristianos desde los primeros tiempos da buena cuenta el temprano autor Justino, muerto en el año 165, que en su obra de las “Apologías”, concretamente en la “Primera Apología”, datable hacia el año 153, nos deja el siguiente testimonio:
“Seguidamente se presenta al que preside entre los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclado con agua. Cuando lo ha recibido, alaba y glorifica al Padre de todas las cosas por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, y da gracias largamente porque por él hemos sido hechos dignos de estas cosas. Habiendo terminado él las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: ‘Amén’”
La antigüedad de la práctica de decir “amén” al recibir la comunión la atestigua, aunque en sentido contrario, esta anécdota que nos relata Eusebio de Cesarea en su “Historia Eclesiástica”, referida al hereje Novaciano, rival del Obispo de Roma (Papa) Cornelio (251-253), que no le daba la comunión a quién se la pedía si “en vez de pronunciar ‘amén’ al tomar el pan no dice ‘No volveré a Cornelio’” (HistEc. 6, 43, 19).
Del no hace mucho descubierto “Libro de oraciones” del Obispo Serapio, datable hacia mitad del s. IV, inferimos que ya para entonces todas las oraciones terminaban con un “amén”. En el ritual mozárabe, por ejemplo, se repetía después de cada petición del Padrenuestro.
Por lo que hace a su significado, el propio Justino a quién hemos citado arriba nos dice lo que según él significa:
“‘Amén’ significa en hebreo ‘así sea’”.
San Agustín y el Pseudo-Ambrosio traducen el “amén” como “verum est” (es verdad). En la “Expositio Missae” de Gerberto, se lee:
“Amén es una ratificación por el pueblo de lo que se ha dicho, y puede interpretarse en nuestro lenguaje como si todos ellos dijeran: Que sea como el sacerdote ha rezado”.
Desde el punto de vista etimológico, “amén” es una palabra hebrea que deriva del verbo hebreo “aman”, que significa “reforzar, confirmar”. Su uso en la lengua hebrea es antiquísimo. Ya en el Antiguo Testamento encontramos la palabra varias veces. Así, leemos en el Deuteronomio:
“Maldito el hombre que haga un ídolo esculpido o fundido, abominación de Yahvé, obra de manos de artífice, y lo coloque en un lugar secreto. Y todo el pueblo responderá y dirá: Amén” (Dt. 27, 15).
Locución que se repite hasta con once acciones más justo a continuación, en Dt. 27, 16-26.
En Salmos leemos:
“¡Bendito Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y para siempre! Y todo el pueblo diga: ¡Amén!” (Sl. 106, 48)
El Libro de Tobías, de hecho, termina así: “Amén” (ver Tb. 15, 12).
El valor “reforzatorio” de la palabra es muy evidente en el Libro de los Números, donde en el terrible ceremonial llamado “la oblación de los celos” del que un día hablaremos, vemos incluso la utilización doble del término:
“El sacerdote entonces proferirá sobre la mujer este juramento, y dirá el sacerdote a la mujer: ‘Que Yahvé te ponga como maldición y execración en medio de tu pueblo, que haga languidecer tus caderas e infle tu vientre. Que entren estas aguas de maldición en tus entrañas, para que inflen tu vientre y hagan languidecer tus caderas’. Y la mujer responderá: ¡Amén, amén!” (Nm. 5, 22)
En las sinagogas judías la palabra “amén” era la respuesta del pueblo a la oración dicha en voz alta por el director de la liturgia en cuestión.
Si busca Vd. la palabra en los Evangelios, no la encontrará ni una sola vez, lo que no quiere decir que no esté presente, pues en realidad, debe entenderse como tal la locución “en verdad”, una locución que Mateo pone en boca de Jesús en hasta ocho ocasiones, Lucas en una, y Juan en veinticinco, con la particularidad de que Juan usa siempre, absolutamente siempre, “en verdad, en verdad”, es decir, duplicado, con un valor reforzatorio por lo tanto superior. Y siempre con un rasgo muy especial: en Juan, Jesús no utiliza el término para finalizar el discurso, sino para introducirlo, aunque para que nadie pueda acusarnos de no decirlo todo, tampoco sea el primero en hacerlo, y ya observamos dicho uso en el Antiguo Testamento, por ejemplo, en el Libro de Jeremías, donde éste responde así a la profecía de Jananías de que habrían de venir días mejores:
“¡Amen! Así haga Yahvé. Confirme Yahvé las palabras que has profetizado, devolviendo de Babilonia a este lugar los objetos del templo de Yahvé, y a todos los deportados” (Jer., 28, 6).
Sí encontramos el “amén”, en cambio, en otros escritos neotestamentarios. Así, San Pablo la escribe en hasta quince ocasiones, en expresiones del tipo: “Dios bendito por los siglos. Amén” (Ro. 9, 5), “¡A él la gloria por los siglos! Amén” (Ro. 11, 35), “El Dios de la paz sea con todos vosotros. Amén” (Ro. 15, 33), etc.. A reseñar una mención muy especial en la Primera Carta a los Corintios:
“Porque si no bendices más que con el espíritu ¿cómo dirá ‘Amén’ el que ocupa el lugar del no iniciado?” (1Co. 14, 16).
En el Apocalipsis de San Juan encontramos la palabra en hasta nueve ocasiones.
El Diccionario de la Real Academia dice sobre la palabra:
“Amén (Del latín tardío “amen”, este del griego “ἀμήν”, y este del hebreo “āmēn”, verdaderamente).
1. interj. Así sea. Usase al final de una oración.
2. interj. Usase para manifestar aquiescencia o vivo deseo de que tenga efecto lo que se dice.
3. m. final.”