Querido ladrón

sábado, 7 de diciembre de
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Me gustaría que este primer apunte de mi cuaderno llegase a tus manos, amigo ladrón, que hace dos semanas violentaste mi puerta, registraste mis cajones y abriste uno a uno todos mis armarios.

Me gustaría, al menos, darte las gracias, más, incluso, que por no haberte llevado nada, por no haber alterado el orden de uno solo de mis papeles.

Supongo, muchacho – porque estoy seguro de que eres poco más que un chiquillo -, que debiste maldecir a toda mi ascendencia al descubrir que en mi casa había sólo cosas que -desgraciadamente para ti, por fortuna para mí- no te interesaban en absoluto: libros, discos y algún objeto de arte muy cercano a mi alma, aunque no muy valioso. 

Tú buscabas -supongo que para seguir hundiéndote en el infierno de la droga- joyas, oro, dinero. Te hubieras ahorrado el trabajo de romperme el marco de la puerta de haberme conocido. 

Habrías sabido que el oro y las joyas me parecen las dos cosas más estúpidas del mundo. Y que, en cuanto al dinero, tengo una demoníaca habilidad para gastarlo más de prisa de lo que lo gano. No encontraste lo que no podías hallar. Y, sin embargo… Sin embargo, me quitaste -con la complicidad de mi cobardía, claro- algo de mucho más valor que los diamantes. Te explicaré.

Yo he defendido siempre que la confianza es parte sustancial de la vida de los hombres; que sería preferible no vivir a hacerlo con el alma acorazada. Si yo no me fío de los que me rodean, y circundo mi vida y mi corazón de hilo espinado, no hago daño a quienes a mí se acercan, me lo hago a mí mismo. Un corazón desconfiado envejece de prisa. Un corazón cerrado a cal y canto está más muerto que si realmente muriese.

Esa es la razón por la que siempre me resistí a reforzar mis puertas (gracias a ello te resultó a ti tan fácil la función de saltarlas). Y ésa misma es la causa por la que he tenido siempre la costumbre de dejar todas las llaves puestas en sus cajones y armarios (y gracias a ello tú no precisaste destrozármelos para abrirlos).

Los tres vecinos de mi descansillo habían blindado ya las entradas de sus casas. Los tres me habían dicho mil veces que hiciera yo lo propio, ya que cada día leían en la prensa noticias de muchachos como tú. Yo siempre me reía: «En mi casa -decía- no hay cosas que puedan interesar a los ladrones.» Pero, en mi interior, era otra la razón decisiva. Sabía, sí, que la violencia es hoy uno de los grandes ejes del mundo, más prefería no verlo demasiado, no imaginar, al menos, que pudiera venir contra mí y convertirme, consiguientemente, en un «violento defensivo», en un alma clausurada.

Había aún otra razón. Si tú me conocieras sabrías que siempre he considerado a Bernanos un poco como el padre de mi alma. Pues bien: este escritor -léelo, es mucho más apasionante que la droga- rendía un verdadero culto a la confianza entre los hombres. Hasta tal punto que, cuando alguien le contó que en cierta región del Brasil las casas no tenían puertas, ni cerrojos, ni llaves, se marchó allí a vivir, seguro de que quienes así pensaban por fuerza habían de ser hombres completos.

También yo me sentía vinculado a ese culto. Prefería, incluso, ser robado a construirme el alma como un castillo roquero.

Pues bien: he cedido. Yo pecador me confieso a ti, ladrón amigo, para contarte que tu avaricia y mi cobardía juntas fueron más poderosas que todos mis propósitos.

 

Cuando aquella tarde encontré mi puerta abierta de par en par, gracias al juego de tus manos, algo se revolvió en el fondo de mí. No contra ti (o, al menos, no sólo contra ti), sino contra este mundo que estamos construyendo. Por eso me gustaría saber quién eres, cómo eres. Conocer si eres consciente -como yo lo soy- de lo inhabitable que, entre todos, estamos volviendo este planeta. No quiero ni pensar que la droga haya terminado ya de pulverizar tu conciencia.

Aquella noche dormí mal. Me despertaban inexistentes ruidos. Veía regresar monstruos que, a lo mejor, se parecían poco a ti o que eran como tú multiplicado, como lo que tú acabarás siendo si sigues por ese camino. Una rabia secreta me poseía. No porque tú me hubieras robado -ya que, de hecho, nada te llevaste y debía, en rigor, considerarme afortunado-, sino por vivir en una sociedad que, quizá, primero te cerró las puertas del trabajo para abrirte luego de par en par las del vicio. Y del vicio más destructor y caro.

Durante los diez días siguientes me seguí sintiendo extraño. Llegaba a casa con un amargo latir del corazón, imaginándome de nuevo la puerta violentada, entrando a ella con miedo a encontrarte dentro, navaja o pistola en mano y tembloroso.

Corta debía de ser mi confianza. Capitulé al sexto día, convencido, no sé por qué demonio, de que sólo una puerta blindada devolvería la paz a mi corazón traumatizado.

Y ahí están, cerrojos, barras, planchas de acero, llaves supercomplicadas, todo un armamento defensivo. Igual que si viviera en una caja de caudales, convertido yo mismo en un lingote de ese oro que desprecio.

Ahora me siento mucho más tranquilo. Pero mucho menos hombre. Mucho menos fraterno. Y no me duele el dinero que, gracias a tu hazaña, he debido gastar. Me duele saber que ha aumentado el número de los que desconfían, de los que viven con el alma repleta de mastines.

La culpa no es sólo tuya. Mía también. Y este sentimiento de culpa común es lo único humano que he sacado de esto. Me gustaría, por todo ello, que tú pudieras leer estas líneas y que sintieras algo parecido. Así los dos sabríamos que tu avaricia y mí miedo se juntaron para construir esta tristeza


José Luis Martín Descalzo 

Razones para la esperanza 

 

Milagros Rodón