Termino de colocar el Pesebre en casa, a destiempo esta vez.
Parece que todavía no entiendo nada. Me resistía a hacer visible el pesebre si no era capaz de apesebrar el corazón en este tiempo para acoger al Dios que viene en fragilidad y pequeñez.
Dios-niño, Niño-Dios, naciendo una vez y para siempre vulnerable y chiquito, sin estridencias, sin mayor manifestación que la amorosa serenidad de descansar en brazos de una madre y bajo la atenta y paternal presencia de José.
A ese Dios-niño uno no puede llenarlo de preguntas, de pedidos, de palabras con las que decir todos nuestros sentimientos de injusticia, de desamparo, de tristeza, de enojos.
A ese Dios-niño hay que acercarse con ternura. Con nuestra voz en susurro murmurarle palabras de amor, de cariño. Decirle con la mayor transparencia del alma que es bienvenido, que es un niño-Dios deseado y esperado.
A ese Dios-niño se llega en puntitas de pie y de esperanzas; y así despacito y sin apuro se le canta las gracias por creer en nosotros, por venir, por alumbrarnos los ojos de fe, por enseñarnos a ser más pequeños, a dejarnos descansar en brazos de La Madre.
A ese Dios-niño deseo esperarlo. Aún si no estoy en los más piadosos de mís días, si todavía he de desaprender mis violencias y dar espacio dentro para la ternura que Él trae.
A ese Dios-niño deseo mirar con los ojos del alma e intentar aprenderle una vez más esa callada manera de amar antes que nada, antes de “hacer”, amar solo con la vida compartida.
A ese Dios-niño le digo que estoy, con lo que soy, con lo que en mí va madurando y con todo lo que de mí avergüenza. Hay lugar, que me habite, que llegue, que se de a Luz una vez más.
Fuente: levantarlamirada.blogspot.com Autor: Analía Damboriana