Esta noche te tengo en mis brazos, Dios mío, y al estrechar tu cuerpo pequeño y desvalido, siento que la mirada de amor con que te miro no es de siervo a Señor, sino de padre a hijo.
Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío. En el silencio inmenso de la noche, Dios mío, me pareces más débil y hasta más pequeñito; y en este desamparo te descubro tan mío que me quema tu sed y me hiela tu frío. Dios mío, Dios mío.
Hoy eres hijo mío. Al pensar en los años que te esperan, Dios mío, con dos leños cruzados al final del camino, tengo miedo del tiempo y quiero interrumpirlo, con ansia de que seas eternamente niño.
Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío. Y te pido que nunca me abandones, Dios mío; que renuncies a todo por quedarte conmigo; que te tenga en mis brazos como ahora, dormido, y que no te despiertes hasta el fin de los siglos.
Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío.
Francisco Luis Bernárdez