Evangelio según San Marcos 1,40-45

jueves, 9 de enero de
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Entonces se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”.

Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”.

En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: “No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio”.

Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes.


Palabra de Dios




 


 

P. Jorge Rodríguez integrante del equipo de Asesores de la Pastoral de Juventud de la Diócesis de Lomas de Zamora. Vicario en la parroquia San Francisco de Asís


¡Queridos amigos de los jueves! Otra vez el Señor nos reúne en torno a Él, para que a través de su Palabra, podamos crecer en el “conocimiento interno” como decía san Ignacio en los Ejercicios, ese conocimiento que nace y crece cuando compartimos tiempo, cuando sabemos estar de corazón a corazón con Jesús.
Hoy nos invita a contemplar esta escena del Evangelio donde el leproso sale al encuentro y logra “conmover” a Jesús. Los leprosos eran condenados, a causa de su enfermedad, a vivir en las afueras de las ciudades. Incluso, cuando alguien se les acercaba, tenían que gritar: ¡impuro! Para que nadie se contagiara de su enfermedad.


Ellos no tenían lugar en la ciudad, vivían abandonados por la sociedad. Se sentían excluidos de la misericordia de Dios porque no podían participar del culto. La lepra los convertía en “los sobrantes”.


Jesús no tiene miedo frente a la lepra. Él se acerca y se deja conmover por el sufrimiento de este hombre. Jesús no es indiferente frente al sufrimiento. Él se hiso hombre para “tocar nuestro dolor”, y de esa forma, poder curarlo. Al leproso no lo curó de lejos, podría haberlo hecho, sin embargo lo “tocó”, se puso en riesgo. Es que, en el fondo, esa era la única forma posible de “encontrarse” con Él, de reconocerlo en su dignidad, de abrazarlo como hermano, de “curarlo”. No había que curar solamente las heridas de la lepra, había que curar las heridas de la dignidad herida. Y para eso, el camino es encontrarse.


Dos preguntas podemos hacernos frente a este Evangelio. La primera sería a nivel personal: ¿Cuáles son mis “lepras”? ¿Se reconocerlas? ¿Qué cosas mías me hacen sentir “excluido de la misericordia de Dios”? ¿Lo dejo a Jesús que “toque”, o mi orgullo me hace esconder la herida? El corazón de Jesús se conmueve frente a lo que nos hiere y quiere “curarnos”, pero para eso es necesario pedírselo al Señor: “Si quieres, puedes purificarme”.


La segunda sería: ¿Qué hago yo frente a la “lepra” de mi prójimo? ¿Busco la forma de ponerme al servicio de los “heridos”? ¿o me justifico, con diferentes excusas, para no “hacerme cargo”, para no “tocar las heridas”, para no encontrarme? Jesús me espera ahí para regalarme algo especial. Pero para encontrarlo tengo que arriesgarme.


Pidámosle al Señor que nos dé “coraje”. Coraje para reconocer nuestras propias heridas, nuestras “lepras”. Coraje para ponerlas delante de su misericordia. Coraje para salir de nosotros mismos y ponernos al servicio de otros que nos necesitan.

 

Oleada Joven