De todas las oraciones que se han rezado en la historia, la más ridícula y grotesca me parece aquella del fariseo que, según cuenta el Evangelio, se volvía a Dios para decirle: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres.» ¡Y pensar que yo le doy gracias precisamente porque soy como los demás hombres! ¡Pensar que yo me conformaría con ser un buen hombre, una buena persona, con sacarle suficiente jugo a lo que soy! ¡Pensar que a mí me asustaría ser un ángel, me aterraría ser un superhombre, me avergonzaría ser un coloso!
El otro día leía yo la Etica de Bonhoeffer y me llamaba la atención su insistencia en el hecho de que Dios al crear al hombre puso en casi todas sus acciones, además de su fin práctico, una ración de gozo. Los hombres comen y beben para subsistir, pero a este fin fundamental Dios añadió el que comer y beber fueran cosas agradables y gozosas. El hombre se viste para cubrirse del frío, pero la inteligencia humana ha logrado que el vestido sea, además, un adorno del cuerpo, una manera de volver gozoso su aspecto visible. El juego se hizo para el descanso y el reposo, pero también se volvió exultante y gozoso. La sexualidad es una vía para la reproducción y la conservación de la especie humana, pero también a esto Dios y la Naturaleza le añadieron su ración de gozo.
Nuestras casas no son sólo un lugar donde refugiarse del frío y defenderse de la Naturaleza, son también lugares para saborear el gozo de la amistad y de la intimidad.
Teóricamente, Dios pudo hacer todo esto para sus solos fines prácticos. Pero quiso añadir a cada una de nuestras funciones humanas una supercapacidad de alegría. ¿Y qué será su cielo sino una plenitud de ese entusiasmo?
A mí me desconcierta la gente que parece vivir «para» la tristeza. Y mucho más la gente que imagina a Dios como un entenebrecedor de la existencia. No hay, no puede haber verdadera religiosidad sin alegría. Los santos son el más alto testimonio de existencias iluminadas. «Un santo triste es un triste santo», decía Santa Teresa, que sabía un rato de estas cosas.
Claro que la alegría verdadera nunca es barata. Y ciertas juergas carnavalescas no logran ocultar el ramalazo de tristeza que llevan en sus entrañas y la soledad a la que conducen. Muchos de sus fantoches se creen alegres y son simplemente cómicos y bufonescos.
Ser hombre es mucho más. Y, sobre todo, ser hombre en compañía. A mí, lo confieso, me suelen entristecer las multitudes (porque en ellas aparece más la tropa animal que la humanidad), pero me encanta el grupo de amigos, el hablar en voz baja y reír sin estrépito, el poder sacar a flote las almas, el penetrar a través de la palabra a la profundidad de las personas. Decía un clásico latino que «cada vez que estuve entre los hombres, volví menos hombre». Yo tengo más suerte: cada vez que me encuentro con amigos salgo reconfortado y admirado, feliz de ser uno como ellos, de vivir entre ellos.
También me gusta la soledad, claro, pero no el aislamiento. Si estoy solo es o para estar con Dios o para encontrarme con mis mejores amigos: los hombres que escribieron grandes libros o música profunda. Es una soledad muy acompañada.
Por eso, cuando digo que me alegro de ser «como todos» no me estoy invitando al adocenamiento, estoy invitándome a vivir en plenitud lo que soy, exhortándome a «ser» y no sólo a «vivir», recordándome a mí mismo que hay mucho que beber en el pozo del alma.
Sí, tal vez esta sea la clave de la alegría: descubrir que tenemos alma, explorar las dimensiones del espíritu, atreverse a creer que no es que la vida sea aburrida, sino que los que somos aburridos somos nosotros, que nos pasamos la vida como millonarios que llorasen porque han perdido diez céntimos y olvidado el tesoro que tienen en la bodega de su condición humana.
Capítulo 2 de “Razones para la alegría” de Martín Descalzo