Últimamente, supongo que porque he escrito dos o tres artículos sobre temas juveniles, han caído sobre mi mesa docenas de cartas de muchachos y muchachas escritas muchas de ellas con ese aire de personas que se están ahogando. Son cartas muy bien escritas, que denotan que sus autores están muy vivos, aunque también muy perdidos y desconcertados, y plantean todos sus problemas con esa radicalidad que, tal vez, sólo se tiene a los dieciocho, diecinueve años.
Una, por ejemplo, arranca así: «Tengo diecinueve años y, en pocas palabras, estoy harta de todo. En estos momentos me suicidaría, pero no lo hago porque tengo unos padres que me quieren y para ellos sería un golpe demasiado duro e inmerecido por que son y han sido unos padres geniales. Pero no quiero seguir viviendo, al menos, como hasta ahora. Por mí, me abriría las venas y diría: “Bueno, ya se ha acabado mi sufrimiento. Pero me parece una manera tonta de perder la vida. Antes de hacer eso, me metería monja, perdería la vida haciendo algo útil.”» Y concluye gritando: «No sé qué hacer: me suicido, me meto monja o sigo como estoy. ¡Menudo panorama! Pensará que tengo un cacao de impresión o que estoy loca.»
Hombre, la que es «cacao» sí tienes un poco. Lo de loca, no me lo creo. Prefiero simplemente pensar que tienes diecinueve años y que eres bastante cómoda, ya que, al parecer, no se te ocurre que, además de esas soluciones «heroicas» y «melodramáticas», pueden existir muchas otras grises y eficaces.
En esto último coinciden muchos de los que escriben: esa muchacha que me pide un «andamio moral» que la «suba» hasta los ideales, esa otra que cree que todo se resolverla marchándose de casa o cambiando de ciudad; ese chico que me dice que ha perdido la fe porque le desilusionó un cura, o esta otra muchacha que se siente acorralada por un complejo de timidez que le vuelve imposible encontrar la amistad.
A todos ellos me gustaría decirles aquí unas cuantas cosas bastante sencillas: la primera, que desconfíen de esas soluciones radicales, que son la mejor manera de engañarse a sí mismos y de no construir nada. Que no hay en el mundo, hechos ya, andamios morales que nos lleven en volandas hacia los ideales, porque lo que hay son tablones para que cada uno se construya su propio andamio. Que no hay soluciones mágicas que curen las dificultades, que lo que hay en la Tierra son materiales para ir construyendo lentamente el alma, ladrillo a ladrillo, como se hace una casa. Que ningún problema se resuelve con la huida, porque, normalmente, cuando se cambia de casa o de ciudad, se vuelven a encontrar los mismos problemas, porque todos los realmente decisivos los tenemos dentro y los llevamos con nosotros allí donde huyamos.
Pero ¿es que -me pregunta una muchacha- «se puede realmente mejorar, se puede cambiar»? Contesto sin rodeos: «¿Se puede mejorar? Sin duda. ¿Se puede cambiar? En parte. En lo sustancial, un hombre sigue siendo siempre lo que es, pero puede ser el que es siendo mucho mejor.
¿Y cómo se hace? Otra muchacha me dice que yo siempre digo que hay que mejorar, pero no digo cómo. La verdad es que en estos articulejos lo más que yo puedo dar son algunas pistas, algunas orientaciones. Recetas perfectas que sirvan para todos no hay, porque cada alma es distinta de las demás.
Pero hay algunas lecciones importantes. Las fundamentales me parecen éstas: Primera lección, empezar. Segunda lección, seguir. Tercera lección, seguir siguiendo. Cuarta lección, continuar, a pesar de los fracasos. Quinta lección, no dejar de luchar, aunque a la corta no se vean frutos.
Es decir, el único modo de cambiar es la suma del coraje con la constancia.
¿Y cómo empezar? Por ejemplo, sentándose en una mesa, cogiendo un folio, trazando una raya de arriba abajo por en medio y escribiendo a la izquierda.- «Fuerzas positivas de mi alma que tengo que fomentar y multiplicara Y a la derecha: «Zonas débiles de mi vida que tengo que reforzar.» Y una vez que se ha hecho la lista, elegir cuál es la zona en la que esta semana voy a luchar. Una sola. Sin proponerse metas demasiado ambiciosas. Sin soñar soluciones desesperadas. Y hacer esto una semana, dos semanas, cincuenta semanas, quinientas cincuenta semanas.
Martín Descalzo
Razones para el amor