Algo nuevo llega

martes, 4 de marzo de
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El Reino de Dios anunciado a los pobres 

 

El agua cambiada en vino en Caná era sólo un preludio. El gran cambio llegaría inmediatamente después. Y aquel grupo de trece hombres silenciosos y unas pocas mujeres iban a ser sus primeros testigos. Ahora bajaban silenciosos, preguntándose aún si habían vivido un prodigio o un sueño. Camino de Cafarnaún daban vueltas y vueltas en sus cabezas a lo ocurrido y no lograban llegar a conclusión alguna. Miraban a aquel hombre joven que les parecía silencioso y que caminaba rápido como quien sabe que le espera una enorme aventura, y no lograban adivinar lo que había al otro lado de sus ojos. Pero, cuanto más lo pensaban, más se daban cuenta de que lo que les desconcertaba no era tanto el que hubiera cambiado el agua en vino, como el que lo hubiese hecho con una tan asombrosa naturalidad: como quien juega, como quien tiene verdadero «poder» sobre las cosas de este mundo. No, no era un embaucador. No había rodeado su gesto de juegos de manos, de brillos y esplendores. No intentó siquiera conclusión alguna de aquello que no podía recibir otro calificativo que el de «milagro». No se esforzó en sacar provecho de lo ocurrido. Fue tal el asombro entre cuantos lo presenciaron que nadie se arrodilló, ni se decidió a formular el menor comentario. Aunque bastantes sintieron dentro de sí algo que se parecía mucho a la fe. ¿Era un Dios? Nadie se atrevió a hacer esta suposición que, a alguien tan monoteísta como los judíos, no podía menos de parecerle una blasfemia. ¿Era un profeta del Dios único? En todo caso, algo reconocían todos sin dudarlo: una presencia misteriosa había pasado por sus manos de carpintero. Y, ahora, él se alejaba de Caná como tratando de huir del lugar del prodigio, intentando poner sordina a los comentarios, regresando a ser el oscuro caminante que era.

 

Pero ya nunca lograría pasar inadvertido. Lo ocurrido en Caná corrió de boca en boca por toda Galilea. No se hablaba de otra cosa en mercados y sinagogas, aun cuando en muchos casos se añadieran las inevitables exageraciones de la imaginación de la gente. «¿Y dices que, con solo su palabra, cambió en vino seiscientos litros de agua?». —«Sí, sí, yo lo vi con mis ojos». —«¿Y no será que estabais todos demasiado borrachos como para enteraros de lo que bebíais? Has dicho que, antes, os habíais tragado ya todo el vino preparado por los novios, que no debió de ser poco». —«No, no, estábamos lo suficientemente sobrios como para distinguir. Y lo comprobaron los criados y el maestresala que no habían probado la bebida. Os lo digo: es él, es él». «¿El? ¿Quién? «El esperado, el que anunciaron los profetas». «¿Aún mantienes esas esperanzas? ¡Demasiadas veces hemos sido engañados ya! ¡Demasiados mesías nos han visitado en estos años, que nos ilusionaron para decepcionarnos poco después! No, no. Es tarde. El mundo está ya sobradamente corrompido como para que sigamos pensando que esto puede cambiar. Dios se ha ido de este mundo. Se ha alejado, aburrido de nosotros. Es de noche. No nos queda nada que esperar».

 

Lo negaban muchos. Al hombre siempre le cuesta aceptar precisamente lo que más espera y necesita. Habían alimentado tantas alegrías que temían albergar en su alma una más que se les pudiera convertir, una vez más, en amargura. No, no. Es preferible no hacerse ilusiones, no creer. Pero, luego, por la noche, en el silencio, todos se hacían la misma pregunta: «¿Y si esta vez fuera verdad?» Habrían dado sus vidas por poder responderse afirmativamente. El hombre no ha sido hecho para vivir en la decepción. Y, quién más, quién menos, todos precisan algo en lo que creer y una esperanza por la que luchar. Y, para un pueblo ardiente como el judío, toda bandera de esperanza se difundía como un incendio devastador. Pero ni siquiera los más optimistas sospechaban la revolución que estaba acercándose.

 

Revolución. No debemos vacilar al emplear esta palabra, tan manoseada, tan desprestigiada, manchada por tanta sangre a lo largo de la historia. Pero es la palabra que mejor define lo que estaba naciendo. Porque el giro más alto, más brusco, más radical que el mundo ha conocido, iba a producirse allí, a orillas del mar de Tiberiades.

 

Desgraciadamente, lo mismo que la grasa y el tiempo convierten a un vigoroso joven en un señor adiposo, así los tópicos y la mediocridad han ido deteriorando, reblandeciendo, ablandando, lo que entonces ocurrió. Y, cuando alguien nos cuenta los comienzos de la predicación de Jesús, enseguida nos imaginamos un clima de caramelo: el «dulce» maestro empezó a decir «dulces» palabras, tan bellas como aburridas. Y nos disponemos a dormirnos, como en los sermones.

 

Y, sin embargo, entonces no fue así. Fue, en todo menos en la violencia, como el estallar de una guerra. Quienes hemos vivido alguna en años infantiles lo comprendemos bien: alguien levanta una bandera, lanza un pregón, suena una trompeta, el mundo se llena de gritos (¡«A las armas! ¡La patria está en peligro!») y los corazones se ponen en pie; corren a alistarse los combatientes; despiertan los dormidos; la voz de alerta corre de casa en casa; se multiplican las angustias y las esperanzas; las gentes abandonan sus rutinas, sus empleos, sienten que el alma les crece; todo parece herido por una tremenda vocación de muerte o de victoria. Algo ha entrado en juego. Nadie saldrá de la guerra como entró en ella. Todo va a cambiar.

 

Así debió de ser. La voz de Jesús tocaba a rebato a la orilla del lago y crecieron los rumores, las voces, las llamadas y la gente corrió a escuchar aquella convocatoria misteriosa, a la vez que magnífica, que incitaba a algo grande.

 

Nos cuesta imaginarlo, acostumbrados como estamos a vivir en tanta siesta. Preferimos inventarnos una voz ronroneadora que dice palabras melifluas, invitadoras a la paz y no a la guerra, adormecedoras y no incitantes.

 

Y, sin embargo, para aquellas gentes galileas, la llamada de Jesús («Se ha cumplido el tiempo, se acerca el reino de Dios») debió de sonar, en el contexto social de la época, como una campana que ponía en pie los corazones. No invitaba ni a defenderse, ni a matar, pero no era, por ello, menos radical o revolucionaria. Porque lo que anunciaba era, nada más y nada menos, que había que cambiar las mismas raíces del mundo.

 

De pronto —y por primera y única vez en la historia— llegaba alguien dispuesto a responder a tantas preguntas para las que nadie encontraba respuesta. El hombre lo sabemos— es el único animal que tiene su alma construida con preguntas. ¿Por qué la vida? ¿Por qué la muerte? ¿Para qué sirve el dolor? ¿Por qué, de los 3.400 años de los que tenemos datos históricos suficientes, nada menos que 3.166 han estado dominados por guerras en algún rincón del planeta, mientras que los otros doscientos años «pacíficos» sólo sirvieron para preparar las guerras siguientes? ¿Por qué el corazón del hombre tiene tantos deseos de paz y se alimenta de odio? ¿Por qué unos aplastan a otros y por qué los otros sólo sueñan con la vuelta de la tortilla en la que ellos sean los aplastadores? ¿Por qué el hombre tiene tanta necesidad de Dios, y cuando le encuentra, se aparta de él y le olvida? ¿Por qué la soledad nos come el alma? ¿Qué queda de nosotros cuando nos vamos? ¿Qué hay al otro lado? ¿Nos ama alguien? Preguntas, preguntas. Una infinita letanía de preguntas que lanzamos al aire sin que nadie parezca contestarnos.

 

Y he aquí que, cuando nadie lo esperaba, alguien llega con respuestas, anuncia un mundo nuevo y distinto e invita a la aventura de recibirlo y construirlo. Alguien que, además, no trae respuestas teóricas, sino que está dispuesto a embarcarse en vanguardia de la gran aventura, a inaugurar en su carne y su persona ese reino nuevo que anuncia. Sus contemporáneos tuvieron, por fuerza, que sentir primero un asombro, después un desconcierto, finalmente un entusiasmo. Por fin llegaba algo distinto, lo que todos soñaban sin atreverse a esperarlo del todo. Sí, sonó entonces como un clarín de combate. Un clarín, cuyo grito no se ha extinguido y sigue aún sonando para cada uno de los seres humanos. Para mí. Para ti.

 

  

José Luis Martín Descazo

en “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret. Tomo 2: El mensaje”

Capítulo 1: El reino anunciado a los pobres 

 

Milagros Rodón