Pero yo creo que la postura de los cristianos ante la muerte es muy diferente. Para nosotros, morir no es “abandonarse”, sino “darse”. No es un progresivo ir despegándose de todo, sino un amar todo apasionadamente con la seguridad de que ese todo será convertido por la resurrección en una realidad nueva y más radiante. No pensamos que la solución sea irnos recortando el corazón, sino muy al contrario. creemos que “el verdadero fracaso en la vida es llegar a morirse sin corazón” (la frase es de Carrin Dunne) o, lo que aún sería peor, morirse sin haber llegado a estrenar el corazón.
Y éste debería ser el verdadero miedo que tendríamos que tener a la muerte: que llegue a nosotros cuando aún tengamos el alma sin terminar, llena de muñones; que la muerte “nos arrebate” en lugar de entregarnos enteramente a ella después de haberla digerido.
A los creyentes no nos angustia la muerte porque no sepamos lo que hay al otro lado (sabemos que aquello a lo que el corazón se entrega al morir es lo que Jesús llamaba Padre), lo que nos aterra -o más exactamente.- nos duele- es saber que llegaremos a él con las manos semivacías.
Por eso en esta sección, que tanto habla de la vida, me estoy atreviendo ahora a hablar de la muerte: porque nada debe empujarnos tanto a vivir entera y apasionadamente como la certeza de que la vida será corta.
No sé si he contado alguna vez en estas páginas que la única gran tristeza que a mí me quedó tras la muerte de mi padre fue la de darme cuenta de cuán egoísta había sido yo en sus últimos años de existencia. Vivía mi padre en Valladolid y yo sólo podía ir a verle algunos domingos. Pero esos días eran para mi padre como un rayo de sol, eran “más domingo”. Y yo estaba en aquel tiempo siempre sobrecargado de trabajo, con lo que los fines de semana eran mi única ocasión de ponerme un poco al día de cosas atrasadas a lo largo del resto de la misma. Con lo que empecé a tacañear mis viajes.
Y sólo cuando mi padre se fue me di cuenta de que no había trabajo más importante que aquel de haberle dado un poco de alegría con mis visitas. ¡Descubrí la importancia de aquellos domingos cuando ya era tarde! ¿Nos pasará lo mismo con el otro Padre? ¿Nos enteraremos de lo importantes que eran nuestras horas cuando ya hayan pasado?
¡Hay que quererse deprisa, amigos míos! ¡Hay que quererse ahora, ahora, en estos dulces, pequeños, cortos años! ¡Hay que convertir en una casa este diminuto planeta Tierra que gira entre los astros! Al otro lado espera el misterio. Para los creyentes, un misterio de amor. Pero aquí nos dieron las manos y el corazón para que consiguiéramos que, en esta espera, fueran todos los días un hennoso y radiante domingo.
José Luis Martín Descalzo
Razones para la alegría