María,la mujer del SÍ más grande de la historia, nos revela a través de una diálogo imaginario de Martín Descalzo, los sentimiento más íntimos de la Pasión.
Discípulo:
Debemos hablar de Jesús, aunque sea con palabras lejanas.
Sabemos bien que todo lo que de Él digamos no será ni su sombra, pero aun en su sombra será hermoso vivir.
Inténtalo, Maria, ¿cómo fue? ¿le esperabas? ¿Cómo llego a tu vida?
Maria:
De mi infancia lo único que recuerdo es la presencia de Dios dentro de mí.
Yo era una niña como todas, pero también una niña distinta.
Yo era una mujer, naturalmente,
nacida como todas, como todas crecida,
pero intuí muy pronto que yo era diferente.
Como si me hubieran hecho el alma más grande de lo justo,
como si me llamara a algo más grande que yo misma.
Recuerdo que de niña algunas noches
me despertaba llorando,
asustada de lo ancho de mis sueños,
como si no tuviera corazón para tanto.
Alguien o algo tiraba de mí
y me empujaba ¿hacia qué?, ¿hacia dónde?
Recuerdo bien que todas mis amigas vivían de esperanzas,
entrelazaban juegos y canciones.
Y yo me iba quedando al margen de las cosas, vaciándome
como una copa,
que ni siquiera sospecha
por qué ha sido creada tan abierta.
Todos querían vivir mucho y deprisa,
yo me iba quedando desbordada y sola, pero nunca,
nunca cerrada,
como si algo me ardiera ya dentro.
¿Soñaste alguna vez lo que sucedería?
¿Soñarlo? No, no ¿cómo podría?
Soñarlo hubiera desgarrado mi infancia.
Recuerdo, sí, cuando enla Sinagoga
hablaban del Mesías los profetas
y yo escuchaba su nombre como un lejano retumbar
de los truenos.
Pero ¿ quién sueña engendrar la tormenta?
Todas mis amigas hablaban del Mesías esperado.
Todas envidiábamos a la que sería llamada a ser su madre.
¿Mas cómo imaginarlo?
Yo sabía que Dios estaba loco de misericordia,
pero también sabia que Él tendría la última sensatez de elegir bien su casa.
¿Cómo podría suceder en la mía?
Yo estaba llamada a vivir en la sombra callada de su nombre,
en la clara penumbra de una vida sin fuegos,
sabiendo que las flores no engendran porque sólo son flores.
Y, sin embargo, es cierto que a veces le esperaba.
En el silencio del alma oía a veces retumbar su corazón.
Comprendía que Alguien tenía prisa,
que el cielo jadeaba de impaciencia
que el mundo no podía soportar ya más tiempo
sin la venida de su Salvador.
Por eso leía y releía los profetas,
tratando de entender, de adivinar.
Pero no pude nunca imaginar
que Él nacería dentro de mí.
¿Cómo entendiste que redimir era morir, que la salvación de todos pasaba por la sangre derramada de tu Hijo?
Siempre lo supe, aunque durante muchos años
no quisiera creerlo.
Pero ya cuando el ángel me habló
intuí que me invitaba al vértigo.
Luego, durante años, vi acercarse la cruz aunque yo,
ilusa, soñé a veces que no llegaría.
También yo muchas veces grité al Padre
que apartara ese cáliz de mi Hijo,
pero, al gritar, sabía
que él eral el cordero y yo la esclava.
Tantas veces leí en los profetas la historia de su muerte
que, cuando le llegó, me parecía
que, juntos, recorríamos un mapa conocido.
Aquélla era “su hora”: lo dijo muchas veces,
me lo dijo claramente en Caná.
Yo no debía apartarle con mimos de su deber,
sino subir con él hasta la sangre.
Acabé de entenderlo
el día que le vi llorar sobre Jerusalén.
Vosotros lo sabéis: mi Hijo era alegre,
era la misma alegría, el gozo le salía por los ojos,
estaba tan terriblemente vivo
que podría pensar que la muerte
no iba a tener nunca jamás nada que ver con él.
En sus años de muchacho nunca le vi llorar
sólo en la muerte de Lázaro le vi estrenar las lágrimas,
ero aun aquéllas eran lágrimas de resurrección.
Mas aquel día no.
Aquel día fue como si el alma se le viniera abajo,
como si el mal del mundo fuera más fuerte que él,
como si descubriera que ya no había más salida
para salvar al hombre que la muerte.
Yo, que he llorado tanto, hubiera dado
todas mis lágrimas por evitar las suyas.
Pero nadie podía salvar sino él
y yo acepté dejarle descender a la muerte
repitiendo otra vez: “He aquí la esclava”.
Y aquella tarde él y yo comenzamos a morir.
A la hora del pan y del milagro te mantuviste en penumbra.
En esa hora no debía robaros a vosotros
ni una gota de su amor.
Erais vosotros quienes lo necesitabais,
él estaba ya en mí
yo había comulgado su carne más que nadie
en Nazaret durante nueve meses
y nunca dejé de estar llena de él.
Por eso, cuando dijo: “Tomad, ésta es mi carne”,
pensé que aquella carne que comíais era también
un poco mía.
Y así estuve allí sin que me vierais.
Luego, volvía a la sombra.
él quería entrar sólo con su Padre a la muerte.
Mi ternura aún era demasiado de este mundo.
Por eso no fui al huerto.
Si tu hubieras estado allí, Él no habría estado tan abandonado.
Pero él quería estar abandonado.
Lo que ocurrió en el huerto no fue humano.
O fue tan horrorosamente humano que da vértigo.
Por eso hasta yo sobraba allí.
Allí mi hijo tenía que descender hasta lo más profundo
de la humanidad
para rescatar todo el pecado del mundo.
¿Quién era yo para ayudarle en eso?
Yo podía de lejos sostenerle
con mi amor y mis lágrimas,
mas la sangre debía ser la suya.
Allí él y su Padre
tenían que encontrarse a solas, sin testigos
para librar la batalla de la justicia luchando
con la misericordia.
Yo no era digna ni de rozar la orla de su manto
en esa hora.
Mas él sabe que yo estuve con él aunque faltara.
¿Dormiste aquélla noche de la traición y de la entrega?
¿Quién podía dormir? Fueron las horas
más largas de mi vida.
Ibais llegando los unos y los otros con noticias
y la esperanza se alternaba a la angustia.
Yo seguí desde lejos cada uno de sus pasos, subí con él las largas escaleras
que suben del Cedrón hacia la casa de Anás,
sentí en mi frente los escupitajos,
mi rostro recibió sus bofetadas
y cruzaron mi espalda los látigos de la flagelación.
Aquella carne herida era la mía,
la carne que yo besé de niño,
la que yo vi sudando en el trabajo,
la carne que sacó de mis entrañas.
¿Quién podría dormir bajo sus golpes?
Varias veces quise correr para estar a su lado
y sólo el miedo de que él sufriera dos veces,
en su carne y en la mía, me retuvo en mi casa.
¿Cómo fue el camino del Calvario?
Nadie nos conoció. Cuando los hombres miran con odio
no ven, no ven. Y pude
pasar entre los gritos y las risas
sin que nadie se acordara de mí.
Él, sí, me vio.
Podrán correr los siglos y no olvidaré nunca aquellos
ojos, que al mismo tiempo herían y curaban.
¿Dónde –pensé- está ahora el ángel
que en Nazaret me llamaba bendita?
Y escuché que sus ojos respondían repitiendo las palabras
del ángel:
Oración(Sacerdote o discípulo)
“DIOS TE SALVE, MARIA, DIOS TE SALVE DE ESTA HORA TERRIBLE
QUE AHORA VIVES.
LLENA ERES DE GRACIA MAS QUE NUNCA,
DE GRACIA Y DE DOLOR QUE ES OTRA GRACIA.
EL SEÑOR ES CONTIGO. ESTOY CONTIGO,
ESTAMOS JUNTOS, MÁS JUNTOS Y MÁS SOLOS QUE JAMAS.
Y BENDITA TÚ ERES PORQUE AHORA SERAS MADRE OTRA VEZ,
MADRE DE MUCHOS,
ESTA VEZ CON DOLORES ESPANTOSOS DE PARTO”.
Oí su voz sin palabras
y de pronto me sentí fuerte y llena,
capaz de soportar siete calvarios.
Por eso pude llegar hasta la cruz y mantenerme allí
de pie, recogiendo su sangre y sus palabras.
De su muerte
nada os diré. Sería necesario
abrirme el corazón para decirlo.
¡ Con qué temblores pusimos en tus manos
su cuerpo muerto! ¡Y con qué vergüenza
al pensar que entre todos le habíamos matado!
Yo temblaba también, mas de ternura.
Aquella pobre frente que besé de pequeño
ahora traspasada de zarzas y de espinas.
Aquellas dulces manos que cogieron mi pecho
ahora taladradas por los clavos y el frío.
Aquel cuerpo querido que lavé tantas veces
ahora sucio de sangre, de salivas y barro.
Ahora ya no podía engendrarle otra vez.
Belén estaba lejos. Y el Padre parecía
dejarnos también solos a nosotros.
Sólo la fe vivía en la esperanza.
Empujamos temblando la puerta del sepulcro.
Yo vi en ella la imagen de mi seno.
Ahora, allí, estaba sepultado lo mismo que en mi vientre
durante nueve meses.
Yo sabía que este segundo parto sería mucho más breve.