La familia bien, gracias

jueves, 15 de mayo de
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Si alguien me preguntara de qué me siento yo más satisfecho y orgulloso en mi vida, creo que no vacilaría un solo segundo para decir (dejando de lado mi fe, que ésa me la dieron más que ser mía) que de mi familia, de la casa en la que tuve la suerte de nacer y vivir. 


Recuerdo que el día en que mi madre murió tuve el gozo de poder decir, ante su cuerpo aún caliente, durante la homilía de su funeral, que en los treinta y cinco anos que con ella había convivido no había visto en mi casa un solo día nublado; que jamás vi reñir a mis padres; y que las pequeñas tensiones, inevitables en toda familia, nunca duraron más allá de una tormenta de verano.

Tener una suerte así, lo reconozco, es como nacer bautizado para el gozo, y ésa es la razón por la que yo presumo de invencible ante el dolor y la tristeza: sé que, me pase lo que me pase, siempre tendré tablas suficientes a las que agarrarme. Reconozco también que el hecho de haber vivido toda mi infancia en ese paraíso me ha hecho sufrir luego mucho, al comprobar que el mundo no es, precisamente, una copia de eso que a mí me enseñaron al llegar al mundo, pero, aun así, me volvería a abonar a una infancia feliz.

Porque -esto ya lo he dicho dos o tres veces en este cuaderno, pero voy a repetirlo- estoy convencido de que es cierto aquello que decía Dostoievski de que “el que acumula muchos recuerdos felices en su infancia, ése ya está salvado para siempre”.

 

 

Por eso quiero hoy decir a mis amigos –en este pórtico del año nuevo– que la tarea fundamental de los humanos debería ser construir familias felices. Y que eso, se diga lo que se diga, es posible. Difícil, como todo lo importante, pero posible.

Hoy, me parece, la familia está volviendo por sus fueros tras una década tonta en la que parecía ser el pim-pam-pum de todos los ataques. Los sufre también hoy, pero me parece que ya no tan orquestados como en la primera hora de nuestra transición, en la que algunos señores, disfrazados de sociólogos, nos pintaban la familia como la fuente de todos los errores. 

Por lo visto, los fallos de nuestra condición humana venían de lo aprendido en los hogares, en los que decían se habían dedicado a pulverizar nuestra libertad y a convertirnos en conejitos bien amaestrados. Recuerdo alguna revista que publicó en España un número entero para convencernos de que la familia, como el sindicato vertical, era una creación del régimen anterior.

Ahora aún nos cuentan cosas parecidas en ciertas series de televisión en las que no puede salir una madre que no sea o una bruja o una tonta, y en las que siempre se pinta a los hermanos como fabricantes de zancadillas para trabar la vida de los que nacieron del mismo seno.


Lo gracioso -y lo bueno- es que la familia tiene cuerda suficiente para soportar esos ataques. Y que, mientras los sustitutivos de la familia, que se inventaron como novedosísimos hace treinta años (que si el clan, que si los kibbutzs, que si el “grupo” intercambíable), están ya espantosamente envejecidos, la familia, con todos sus defectos, ahí está, bien, gracias.

El doctor Marañón sonreía ante la gente que, cada cierto tiempo, teme por el hundimiento próximo de la familia: “El miedo de la sociedad pacata a que desaparezca la familia y se hunda el mundo, cada vez que éste da un estirón (una revolución) en su crecimiento, es tan antiguo como la creencia de la venida inmediata del anticristo, del fin del mundo, etc.” Yo añadiría sólo que es tan ridículo ese miedo de la sociedad pacata como las esperanzas de la sociedad progre, pues, curiosamente, ambas coinciden en ver a la familia como algo agonizante.

 

(…) No lo pienso, pero sí que sólo una muy alta vocación puede sobreponerse a la idea de crear una familia y que incluso una soltería vocacional ha de tender a crear “otra” familia, porque, en definitiva, “sólo entre todos los hombres -esto lo dijo, y con cuánta razón, Goethe- llega a ser vivido lo humano”. Por fortuna, “los hombres no son islas”, y “un corazón solitario no es un corazón”, como pensaban Merton y Machado.

 

Martin Descalzo

Razones para la alegría 

Madrid 1985

 

Milagros Rodón