“Amar a tiempo y a destiempo”

viernes, 16 de mayo de
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Al comienzo de la vida de fe, la propuesta “amar a tiempo y a destiempo” resulta cautivante. Tal como ocurre en el período de enamoramiento en el vínculo afectivo entre dos personas, estamos deslumbrados y todo nos resulta fácil. El encuentro inicial con el Dios vivo y verdadero es una experiencia totalizante; todo adquiere un sentido diferente: el evangelio está al alcance de la mano y la santidad se vuelve una posibilidad real para nosotros.


Con la madurez humana como proceso de crecimiento, el ideal del amor auténtico parece ir alejándose cada vez más y la desilusión con nosotros mismos, con los demás, con las circunstancias de la vida parece empecinada en convencernos de que aquella experiencia inicial no fue real, de que todo fue producto del entusiasmo.


A veces dejamos que el ideal se vuelva idealismo: absolutizamos la imagen de cómo deberíamos ser, según nuestra medida, si viviéramos el amor que Dios nos revela en su Palabra. Cuando la realidad de nuestros límites, defectos y pecados nos devuelve algo distinto de lo que soñábamos ser, empezamos a cuestionar nuestras opciones fundamentales.


Si el ideal permanece como horizonte hacia el cual orientar nuestra vida, cuando el crecimiento humano nos hace más conscientes de la realidad de lo que somos y podemos como también de lo que no somos y no podemos, tenemos la oportunidad de resignificar el sentido de la salvación que Dios nos ofrece. No son nuestros méritos los que nos alcanzan la salvación, sino que es el amor incondicional de Dios el que hace posible que sostengamos la esperanza de la Vida eterna.



Hacer una opción de vida implica renunciar a cualquier propuesta que la contradiga. Para una cultura de la inmediatez, que busca el placer “aquí y ahora” como realización humana, comprometerse definitivamente equivale a una pérdida de libertad. Asumir algo para siempre impediría aprovechar una oportunidad mejor que puede aparecer mañana. Con esa mentalidad, todo se vuelve provisorio y la espera de la novedad de mañana impide vivir plenamente lo único cierto con que contamos para ser felices: el momento presente.


Hacer una elección definitiva, lejos de quitarnos libertad, la hace auténtica: somos libres de todo lo que se opone o no contribuye a la realización del proyecto de felicidad con que Dios nos pensó.


En nombre de Dios se han cometido atropellos a la libertad y los pecados institucionales pusieron en duda la autoridad de la Iglesia. Los mandatos de Dios perdieron su fuerza a raíz del descrédito que afectó a la institución eclesial como mediadora entre Dios y la humanidad. De allí en más, se empezó a considerar que la voluntad de Dios para mí solo yo puedo conocerla y solo yo tengo autoridad para discernir en qué medida estoy viviéndola.


Sin embargo, nuestra fe es comunitaria, se apoya en la revelación que Dios hace de sí mismo a la humanidad a través de su Palabra, de la Tradición de la Iglesia y de la enseñanza pastoral plasmada en el Magisterio. El progreso cultural y tecnológico debería posibilitarnos una mayor comprensión de esa revelación animándonos a vivir más profundamente aquello que profesamos creer.


Por esa fe creemos que los mandatos de Dios tienen como finalidad la defensa de nuestra dignidad y el resguardo de la promesa de Vida eterna para la que fuimos creados. En este mismo sentido asumir un compromiso desde la fe no contradice nuestra autonomía personal, antes bien la hace plena. Tenemos nuestra esperanza puesta en el amor, que es más fuerte que la muerte.



* Pablo Noriega Sacerdote nazareno, MPD
*Extracto de una nota publicada en la revista Cristo Vive, ¡Aleluia!, abril-mayo 2014 www.cristovive.org.ar


Fuente: Valores Religiosos

 

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