Sólo Dios nos hace santos

domingo, 25 de mayo de
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La ilusión general es la de pensar que la santificación es obra del hombre: se trata de trazar un programa de perfección bien claro, y de ponerse manos a la obra con valor y paciencia para llevarlo a cabo de forma progresiva. Y eso es todo.

Desgraciadamente (o afortunadamente) eso no es todo… Es indudable que el valor y la paciencia son necesarios. Pero ciertamente no lo es que la santidad consista en el cumplimiento de un programa de vida que nos fijamos. 


Es imposible acceder a la santidad por nuestras propias fuerzas. Toda la Escritura nos enseña que sólo puede ser fruto de la gracia de Dios. Jesús nos dice: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,15). Y San Pablo: «El querer está en mí, pero no el hacer lo bueno» (Rom 7, 18). Los mismos santos lo atestiguan. 


Sean los que sean nuestros esfuerzos, no podemos cambiarnos a nosotros mismos. Sólo Dios puede terminar con nuestros defectos, con nuestras limitaciones en el orden del amor; solamente Él tiene un dominio lo bastante profundo de nuestros corazones para ello. Ser conscientes de esto nos evitará gran número de combates inútiles y de desánimos. No tratemos de hacernos santos por nuestras propias fuerzas (Por supuesto, eso no quiere decir que no debamos esforzarnos, pero para que nuestros esfuerzos no resulten estériles debemos orientarlos en la buena dirección: no han de ir dirigidos a conseguir la perfección como resultado de ellos, sino a dejar actuar a Dios sin oponer resistencia, para abrirnos lo más plenamente posible a su gracia que nos santifica.), sino de encontrar el medio de actuar de modo que Dios nos haga santos.


Eso exige mucha humildad (renunciar a la orgullosa pretensión de lograrlo por nosotros mismos, aceptar nuestras carencias, etc.), pero al mismo tiempo es muy estimulante.


En efecto, si nuestras propias fuerzas tienen límites, no los tienen el poder y el amor de Dios. Y sin duda alguna, podemos conseguir que este poder y este amor acudan en socorro de nuestra debilidad: nos basta aceptarla serenamente y poner sólo en Dios toda nuestra confianza y nuestra esperanza. En el fondo es muy sencillo, pero como todas las cosas sencillas, necesitamos años para comprenderlas y sobre todo para vivirlas.

En cierto modo, el secreto de la santidad radica en descubrir que todo podemos obtenerlo de Dios, a condición de saber cómo recibirlo.

 

 

Fuente: En la escuela del Espíritu Santo

Autor: Jacques Philippe

 

Oleada Joven