Pero debemos decir toda la verdad: no le entendieron porque era Dios. Y le rechazaron precisamente porque era Dios. Es doloroso decir y reconocer esto, pero la historia del mundo está abarrotada de ese rechazo. ¿Acaso no murieron apedreados y perseguidos todos los profetas? ¿Acaso ha sido dulce la vida de los santos?
El hombre odia todo lo que le excede. Ya desde el paraíso, hay algo demoníaco en la raza humana que sigue soñando «ser como Dios» y que la empuja a aplastarle cuando comprueba qué pequeña es a su lado, en realidad. Grahan Greene lo dijo -ya lo hemos citado- con palabras certeras y terribles: Dios nos gusta… de lejos, como el sol, cuando podemos disfrutar de su calorcillo y esquivar su quemadura.
Por eso es querida la religiosidad bien empapadita de azúcar, bien embadurnadita de sentimentalismo. Por eso están tan vacíos los caminos de la santidad. Por eso, cuando Dios se nos mete en casa, nos quema. Por eso le matamos, sin querer comprenderle, cuando hizo la «locura» de bajar de los cielos y acercarse a nosotros. Por eso empezamos condenándole a la soledad mientras vivió.
¿Cómo hubieran podido sus contemporáneos -sin la luz de su resurrección y la fuerza del Espíritu- comprender que aquel hombre, que vivía y respiraba como ellos, fuera también en realidad el mismo Dios? Todos los hombres viven en soledad. Y ésta se multiplica en los más grandes. En Jesús esa soledad llegó a extremos infinitos. Los que estaban con él, no estaban en realidad con él. Cuando creían comenzar a entenderle, velan que se les escapaba. El era más grande que sus pobres cabezas y mucho mayor aún que sus corazones. Había tanta luz en él, que no le veían. Sus palabras eran tan hondas que resultaba casi inaudible.
Sólo el Espíritu Santo daría a los creyentes aquel «suplemento de alma» que era necesario para entenderle. Sólo ese Espíritu nos lo dará hoy a nosotros. Porque… ¿cómo podríamos acusar a sus contemporáneos de ceguera y sordera quienes, hoy, veinte siglos más tarde, decimos creer en Él y… seguimos tan lejos de entenderle, tan infinitamente lejos?
José Luis Martín Descalzo
Vida y misterio de Jesús de Nazareth
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