Leo en la vida de San Ignacio un diálogo entre el fundador de los jesuitas y el Padre Lainez que me resulta profundamente iluminador.
– Si Dios – pregunta San Ignacio – os propusiera este dilema: Ir ahora mismo al cielo, asegurando vuestra salvación o seguir en la tierra trabajando por su gloria y comprometiendo así cada día la salvación de vuestra alma, ¿qué extremo eligirías?
– El primero, sin duda – responde Lainez.
– Yo el segundo, replica San Ignacio, ¿Cómo crees que Dios va a permitir mi condenación, aprovechándose de una previa generosidad mía?
Estoy, claro, con San Ignacio. Estoy por el riesgo y contra la seguridad. Estoy por la audacia frente a la comodidad. Creo más humano el atrevimiento que la renuncia sistemática al combate.
El riesgo es parte sustancial de la condición humana. No se puede en este mundo hacer nada serio sin exponerse, con frecuencia, al fracaso. Y, desde luego, la única manera de no equivocarse nunca, es decir, de equivocarse siempre, es renunciar a toda aventura por pura cobardía.
Creo que la obsesión por la seguridad es uno de los más graves obstáculos para realizar una vida. No excluyo, claro está, la prudencia, la reflexión antes de la acción, el saber elegir las mejores circunstancias para emprenderla. Pero me resulta insoportable esa falsa prudencia que termina por ser paralizante.
Por eso yo siento poca simpatía por quienes colocan la seguridad ante todo en su vida. Vienen a veces muchachos a preguntarme por su vocación y algunos me dicen: ¿Pero cómo estaré yo “seguro” de que ésta es mi vocación? A estos siempre les respondo: Tú no tienes vocación y no la tendrás nunca mientras partas del concepto de seguridad. En toda vocación, en toda empresa, hay un componente de riesgo. Y el que no es capaz de arriesgarse un poco por aquello que ama, es que no ama en absoluto. Todas las grandes cosas son indecisas; se ven pero entre tinieblas; hay que avanzar hacia ellas por terreno desconocido; por eso toda vocación, toda empresa seria, todo proyecto de vida, tiene algo de aventura, de apuesta. E implica audacia y confianza.
No estoy apostando, naturalmente, por la irreflexión, por la frivolidad, por el aventurismo barato, pero si quiero decir que todo amor lleva algo de “salto en el vacío”: Uno se arroja hacia aquello que ama y está seguro de que ese salto no será una locura, porque uno nunca se equivoca cuando va hacia aquello que merece ser amado.
La vida merece ser amada. Y lo merece a pesar de que uno no sabe de antemano que se recibirán en ella muchas zancadillas, que no escasearán los tropezones, pero si uno tiene miedo a tropezar alguna vez, más vale no levantarse de la cama por la mañana. Entonces se consigue no sufrir. Porque ya se está muerto.
José Luis Martín Descalzo
en “Razones para vivir”