Evangelio según San Mateo 14,22-36

viernes, 1 de agosto de
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En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud.

Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo.

La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma”, dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.Pero Jesús les dijo: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. 


Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. “Ven”, le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”.

En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”.

Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.



Palabra de Dios




 


P. Germán Lechini Sacerdote Jesuita. Director del Centro Manresa que pertenece a la Pastoral juvenil y vocacional de la Compañia de Jesús en Argentina y Uruguay 

 

 

Como tantas veces de cara al Evangelio, hemos de reconocer que todos somos como Pedro. Cuántas veces, como a él, el Señor nos ha llamado a la aventura de seguirle, de caminar por sobre los mares de este mundo; cuántas veces nos ha llamado Cristo a poner sólo en él la confianza, a tener fe e ir confirmando a otros en su fe. Y, no obstante, cuántas veces también como Pedro, sentimos que nos hundimos apenas dar tres pasos, y que las certezas de nuestra fe se ahogan frente a todo tipo de dificultades, males y pecados.

Este Evangelio es, entonces, para nosotros. Porque en este Evangelio Pedro acierta en lo que se debe hacer frente a la angustia, frente al ahogo, frente al mal que nos aborda, frente al pecado que nos gana la pulseada.

Se trata de hacer dos cosas:
La primera: gritar con fuerza, en la oración, en el Sagrario, de cara Cristo… Gritar con fuerza “¡Señor, sálvame!”. Lo segundo: levantar las manos, permitiendo así que el Señor tenga de donde agarrarnos.

Muchas veces en la vida, cuando pensamos que no es posible salir a flote, hemos de reconocer que nos falta oración y nos falta poner medios, levantar los brazos, apostar por salir adelante. Es decir, hemos dejado de recurrir a Cristo y hemos acabado por bajar los brazos… Así, angustiados, desesperanzados, nos gana el mar, nos gana el ahogo, nos hundimos.

¿Te visita la desesperación, te atrapó el pecado, te sientes ahogado? Levanta los brazos y grita a Dios: “¡Señor, sálvame!”. ¿Piensas que has quedado solo, crees que la tormenta será eterna, solo ves que tu barca y tu vida se zarandea? Levanta los brazos y grita a Dios: “¡Señor, sálvame!”.

El Papa Francisco, comentando hace años este Evangelio, decía con mucha razón que una de las formas de ahogo que más nos alcanza a los hombres y mujeres del siglo XXI era el pecado. ¡Sí! El pecado es una de las formas de hundimiento más fuertes que hay a nuestro alrededor. El gran problema de los cristianos hoy es que muchas veces perdemos la sensación de pecado, incluso creemos que hablar de “pecado” es algo pasado de moda y así vamos por la vida hundiéndonos de a poco, pero sin enterarnos del ahogo, hasta que un día cuando nuestra línea de flotación se ha perdido, sentimos entonces que nos habita una angustia tal que no vemos la salida.

También en este caso el Evangelio de hoy nos da la clave: reconozcamos nuestros ahogos, reconozcamos nuestros pecados a tiempo… y levantemos las manos, y gritemos con Pedro (que bien sabe de pecados también): “¡Señor, sálvame!”. Porque en el pecado, como en toda situación de angustia y hundimiento, hemos de reconocer finalmente que no salimos a flote por nuestros propios medios, sino por la mano de Dios que nos sostiene y nos salva.

Pedro jamás olvidará esta experiencia de haber sido salvado de su ahogo. Fue justamente eso lo que lo salvaría más adelante cuando al igual que Judas acabó por negar a Cristo, hundiéndose así hasta el fondo.

Siempre me pregunto: ¡¿Por qué, a diferencia de Judas, Pedro no se suicidó, Pedro no se ahorcó?! La respuesta, la creo hallar en este Evangelio… Pedro recordó que aún traidor, aún negador, aún hundido en lo más profundo de su pecado, Cristo podía salvarlo. Lo único que tenía que hacer era volver a remarla, volver a levantar las manos, volver a decir: “¡Señor, sálvame!”.

Pidamos este día una Gracia enorme, la de no olvidar jamás que por más hundidos que estemos, que por más desesperanzados o ahogados que vivamos, siempre nos quedará la posibilidad de volver a levantar las manos y gritar “¡Señor, Sálvame!”.

 

 

Oleada Joven