¡Dios! Que misteriosa es la vida. Cuantas cosas pasan en este mundo que no se explican. ¿Cómo pueden convivir en el ser humano tantas capacidades: de amar, de odiar, de construir, de destruir, de enfermar, de sanar, de nacer y de morir?
¿Cómo se puede experimentar estados de extrema felicidad y de extremo dolor? Alguna vez te preguntaste ¿Cómo es que tenemos tantas capacidades? ¿A dónde va todo eso que vivimos? ¿En dónde nos cabe?
Cómo es que podemos sentir el dolor del otro, compadecernos, es decir, ser empáticos. Y como a la vez, somos capaces de adormecernos, de bajar la persiana, de mirarnos el ombligo y desentendernos del dolor ajeno, y por que no, de la felicidad ajena tambien.
El hombre, misteriosa creación; creador de guerras y de paz…
No sé si encuentro las respuestas a todas las preguntas que me nacen y habitan en estos días al contemplar la actualidad, las noticias, la realidad de mi cotidianidad. Lo que sí descubro es que, en mi caso, solo cuando abro mi corazón a Su presencia es cuando me vuelvo más humana, más cercana a mis hermanos, cuando más me involucro.
Y en este descubrimiento entiendo esto de tener un Creador que se esconde en lo cotidiano, que se mezcla entre nosotros. Que elige maneras sencillas y cotidianas de salirnos al encuentro. Que, como dice el padre Gustavo Gatto en la reflexión del evangelio de hoy es, “un Dios con carne, rostro y sentimientos humanos: Jesús, rostro divino del hombre, rostro humano de Dios.”