Pimpollo quiero hablarte, y a solas, porque quiero
más que decirte cosas, mostrarme por adentro.
Pimpollo de mi alma yo sé que tu silencio
más que palabras lindas necesita un espejo.
Si bien yo soy tu padre, y eso me da derechos,
sé que a tu edad no valen algunos argumentos,
que sobran ciertas frases y hace falta el ejemplo,
por eso me conformo con que me creas sincero.
Claro que yo debiera ser más amigo;
tengo que estar más cerca tuyo,
de vez en cuando al menos.
Y sobre todo ahora, Pimpollo, en este tiempo
en que tu sangre joven busca su derrotero
y se te van los ojos al país de los sueños,
y se quedan tus manos para escribir recuerdos;
ahora que en mi alma también hay algo nuevo,
algo que no quisiera decirte que son “celos”.
Porque sabrás, Pimpollo que aunque no lo demuestro,
y aunque dé la impresión de estar solo en los pesos,
me preocupan tus pasos y te sigo de lejos.
Si supieras las noches que te pienso y te pienso…
Lo hablamos con tu madre; la pobre, según veo,
vive más el problema, sufre tu crecimiento,
da vueltas con ustedes y lleva todo el peso de la casa.
Yo, a veces, parezco un forastero;
y es que yo fui educado de otra forma, otro tiempo;
te mentiría si te digo que no temo.
Si al no hallar las palabras muchas veces me muerdo
y me trago las ganas de contarte mis miedos,
porque los hombres, somos así ¡de carne y hueso!
Pimpollo, somos luz y sombra al mismo tiempo,
llevamos en nosotros algo así como un fuego,
una chispa sagrada, madre de tanto incendio.
Ustedes las mujeres, en cambio, llevan dentro
un manantial sagrado y es que Dios mismo ha puesto,
en el cántaro tibio de sus hermosos cuerpos
el agua de la vida, un grandioso misterio.
Por eso es que te pido, o mejor te recuerdo,
la vida es un camino, tenés que recorrerlo;
acordate que abundan los entretenimientos.
¡No juegues con la vida! ¡Cuidado con el fuego!
No quiero que te quedes mirando mis defectos,
ni quiero que me busques en los rostros ajenos.
Tenés que preocuparte de hallar tu compañero,
que ya dejó a los suyos, y viene hacia tu encuentro.
Salí de vos, te invito a que hagas un esfuerzo.
Largá esos colibríes que hay en tus ojos nuevos
y recorré horizontes, ¡andate hasta otros cielos!,
conocé otros paisajes, ¡si es tuyo el universo!.
Llenales de preguntas al río, al sol, y al viento;
hablá con los caminos, te dirán lo que vieron;
son mis viejos amigos y te irán repitiendo:
los que buscan encuentran,
no te apures que hay tiempo.
Y es cierto, es mi experiencia lo poquito que tengo,
que le gané a la vida, mirá alrededor nuestro;
nada se hace de golpe, la dicha es un secreto.
¡Hacé todas las cosas a su debido tiempo!
Ya vas a ver, Pimpollo, ¡qué hermoso es todo eso!
Tendrás ganas de darte, y es que podrás hacerlo,
porque para ese entonces ya volverás sabiendo,
que el amor, solamente el amor, da derechos.
Pero el amor, Pimpollo, recordalo, no es ciego;
tiene luz en los ojos, y te sirve de espejo;
te toma de las manos, y lo sentís adentro,
entrecerrás los ojos ¡y estás tocando el cielo!
Perdoname, Pimpollo, me inspiro y me voy lejos.
No sé si es el cariño o estoy quedando viejo;
debía y no sabía cómo serte sincero.
Ya ves, quise mostrarte cómo estás aquí adentro.
Y ahora que ya dije lo que padezco y siento,
quisiera regalarte dos cosas: ¡Una!, el riesgo
de equivocarte; la otra, una frase, un secreto:
Ama y ¡haz lo que quieras, Pimpollo… Yo te quiero!
P. Julián Zini