Un ciego en San Pedro

viernes, 12 de septiembre de
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De todas las aventuras de mi vida, tal vez la más emocionante es aquella que me ocurrió, hace ahora diecisiete años, en la plaza romana de San Pedro. La tarde anterior me había llamado un sacerdote amigo mexicano para preguntarme si estaría muy ocupado la mañana siguiente. Era domingo y le dije que no, que los festivos no había sesión conciliar, y además, por entonces, los periódicos españoles tenían la inteligencia de no aparecer los lunes. «¿Podía, entonces, hacerle un favor?» -inquirió el mexicano-. No a él personalmente -aclaró–, sino a un amigo suyo que necesitaba que alguien le explicase la basílica de San Pedro.» Le dije que sí, recordando con gusto aquel Año Santo de 1950 en el que a los seminaristas nos usaban como cicerones de peregrinos. «Pero -insistió mi amigo con una voz cargada de misterio- éste es un turista muy especial.» «¿Algún personaje?», pregunté. «No, un ciego», dijo la voz al otro lado del teléfono. Hizo una pausa aprovechando mi desconcierto y luego añadió: «Quiere “ver” la basílica y yo he pensado que no la vería mal a través de tus ojos.»

Aquella noche me acosté nervioso. ¿Sería yo capaz de hacer «ver» la basílica a un ciego? ¿Cómo explicarle naves y columnas, cúpulas y retablos?


Las sorpresas empezaron cuando Lorenzo Tapia –que así se llamaba- descendió del autobús 64, que paraba justamente a la puerta de la Sala de Prensa y a doscientos metros de la plaza vaticana. Ten- dría como veinticinco años, pero aún era más joven de cara que de edad.


-Pero ¿cómo te han dejado venir solo en autobús? -Oh -sonrió con sus ojos apagados-, estoy acostumbrado a ir
solo por Los Angeles, la ciudad donde vivo. Ya no es fácil que me asuste.
-Pero ¿cómo te orientas? ¿Con radar?
Ah, no -siguió riendo-, no tengo ningún radar. A veces tropiezo, como todos los ciegos, pero soy ágil y no suelo caerme. Y, si me caigo, no me voy a enfuruñar por eso. También los videntes tropezáis, ¿no? Lo más que me puede ocurrir es que me pegue con un muro. Pero eso me hace gracia. Tal vez sí, tengo un radar: la alegría y la decisión de hacer las cosas lo mejor que puedo.



Yo había comenzado a temblar, os lo aseguro. Le pedí que nos sentáramos un rato antes de «ver» la basílica, y allí, en la terraza del café «San Pedro», me explicó que estaba ciego desde los once años, que, al perder la luz, vivió mucho tiempo en una terrible agonía, hasta que descubrió que dentro tenía un corazón y que eso le bastaba para ser feliz. Desde entonces había decidido no arrinconarse, vivir como si sus ojos continuaran iluminándole, sin acurrucarse en su propio pánico.


A veces, me explicó, al lanzarse solo por las calles se perdía y terminaba en el sitio opuesto al que se dirigía. Al principio esto le daba miedo. Luego comprendió que tampoco importaba, porque, en ese nuevo sitio en el que había aterrizado por error, siempre encontraba alguien que le ayudaba, alguien de quien podía hacerse amigo. «Porque -aseguró como si formulase un dogma- todos los hombres son buenos.»
-Sabes que eso no es cierto -argüí.
-Quien no lo sabes eres tú –sonrió de nuevo–. Hay que ser ciego para saber que la humanidad es buena. A veces un poco loca, eso sí. Porque hace falta estar loco para ser malo. No es que todos los locos sean malos, pero todos los malos están locos.


Siguió hablando durante muchísimo tiempo sin que yo me atreviese a interrumpirle. Me explicó cómo había aprendido a tocar la guitarra, cómo había logrado concluir sus estudios de intérprete oficial en Estados Unidos, cómo cada verano se iba, con sus ahorros, a «ver» un nuevo país. «Tengo a veces problemas –decía-, pero ya sé que en la vida todo se arregla.» Esta frase parecía resumir toda su filosofía del coraje humano. Esta, y una terrible fe en la condición humana. «Para entenderse con los desconocidos hasta un profundo interés por la vida y la personalidad de los otros. Basta con no tener miedo y admitir la profunda necesidad que todos tenemos los unos de los otros. Yo de ellos, ellos de mí. Porque todos están ciegos de algo.»


Esta última frase me golpeó como un latigazo. Yo también estaba ciego de corazón, de falta de fe en la condición humana, ciego de cobardía. Pero Lorenzo no me dejó estar mucho tiempo en mis meditaciones: «Ahora -dijo, cogiendo mi mano-, veamos la basílica.» Y como notara mi pulso agitado, rió de nuevo y añadió. «Se diría que soy yo quien te conduce a ti.»


Era verdad. Me dejé conducir por su alegría y me zambullí en aquella plaza que visitaba todos los días, pero que, realmente, pisaba entonces por primera vez. Con los ojos cerrados -tratando de imaginarme cómo la «vería» él- fui explicando la fuga de las columnas, el mármol de las estatuas, la geometría de la fachada, la luz flotante de la cúpula… Pero, al hacerlo, comencé a darme cuenta de que yo estaba hablando de la basílica interior y pensando que jamás Miguel Angel construyó nada tan hermoso como una alegría, como esta alegría invencible que hacía «ver» a mi amigo y le daba aquella fantástica confianza en los hombres.


Cuando volví a abrir los ojos me sentí rodeado de ciegos: de gen- tes que hablaban de dinero, de esperanzas baratas, de gentes que veían con los ojos pero no con el alma.


José Luis Martín Descalzo

en Razones para la esperanza

 

Milagros Rodón