EL MAR
Las vidas que llaman la atención no siempre son las más eficaces. Jamás será tal la del orgulloso que, incapaz de doblegar los obstáculos, se golpea la cabeza contra ellos.
Las vidas humildes —según el juicio de Dios— por el contrario, resplandecientes de su gracia y radiantes para los demás, son siempre eficaces.
* * *
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa ni echada para atrás; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. (1 Cor 13,4-7)
He visto, Señor, al mar sombrío y furioso atacando las rocas.
Las olas desde lejos tomaban carrera,
se levantaban orgullosas, brincaban, se atropellaban las unas a las otras para pasar delante y golpear las primeras.
Y cuando la espuma blanca se alejaba del inmóvil peñasco, ellas partían otra vez al galope para seguir golpeando.
Otros días he visto el mar calmo y sereno.
Las olas venían de lejos, vientre plano, calladas, para no llamar la atención,
dándose sabiamente la mano, deslizándose silenciosas,
y se recostaban a todo lo largo de la arena para alcanzar la orilla con la punta de sus hermosos dedos de espuma.
El sol las acariciaba suavemente, y, agradecidas, al reflejar sus rayos ellas repartían su claridad.
Señor, concédeme el evitar los golpes desordenados que cansan y hieren al enemigo sin abrir su corteza,
aleja de mí estas cóleras voceantes que agotan,
no permitas que me pase la vida queriendo adelantar a los otros, pisoteando a cuantos van delante de mí,
borra de mi rostro el semblante sombrío de las borrascas vencedoras.
En cambio, Señor, haz que pausadamente yo llene mis días como el mar cubre en calma toda la playa,
hazme humilde como las aguas cuando silenciosas y dulces avanzan sin hacerse notar,
concédeme el saber esperar a mis hermanos y el ajustar mi paso al suyo para ascender con ellos.
Dame la perseverancia triunfante de las olas,
haz que cada uno de mis retrocesos sea ocasión de subida,
da a mi rostro la claridad de las aguas limpias,
a mi alma la blancura de la espuma,
ilumina mi vida como los rayos de tu sol hacen cantar la superficie de las aguas.
Pero sobre todo, Señor, haz que yo no guarde para mí esta Luz, y que todos aquellos que se me acerquen vuelvan a su casa deseosos de bañarse en tu Gracia eternamente.
Michel Quoist, en “Oraciones para rezar por la calle”