Lo que vale es lo de dentro

jueves, 9 de octubre de
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Cuanto más avanzo por la vida más me convenzo de que todo lo sustancial de nuestra vida estaba “ya” en la infancia. Pero nada realmente nuevo se ha añadido a la médula de nuestra existencia.


Lo compruebo cada día más en mí (y pido perdón por hablar, una vez más, de la única existencia que conozco). Incluso el paso de los años me va descubriendo que muchas cosas que viví de niño sin entenderlas se han ido aclarando, convirtiéndose en símbolos de lo que mi vida sería, de modo que ciertas “anécdotas”, que no pasaron entonces de simplemente curiosas, se han ido transmutando en los quicios sobre los que hoy mi alma se sostiene.


Como lo que me ocurrió aquel 19 de marzo de 1942. Tenía yo doce años y acababa de descubrir, embriagado, algo que tantos gozos me daría años después: la poesía. En las clases de preceptiva literaria nos habían enseñado a hilvanar octosilabos y endecasílabos, y me parecía que mis primeros versos eran la mayor de las riquezas imaginables. Así que, cuando llegó el santo de mi madre, no dudé un segundo en elegir mi regalo: un largo y horrendo romance (que olía por todas sus costuras a Gabriel y Galán) que copié en una larga tira de papel de barba, imitando un pergamino, até con un cordoncito rojo y coloqué en un diminuto cofrecillo de semicobre que me costó -lo recuerdo con precisión- cinco duros. (Aún conservo, todo roto, aquel cofre con su poema dentro y es hoy la mejor reliquia de mi casa.)


Poco antes de la comida llegaron las visitas a felicitar a mi madre y, ante ellas, desplegaron mis hermanas mayores las mantelerías que para la ocasión habían bordado. Y recuerdo que, entre las visitas, estaba uno de los frailes redentoristas a cuyas misas solíamos acudir los de mi casa. Viendo los regalos de mis hermanas, alzó la vista y, con un tono que a mí me pareció la mayor de las insolencias, me lanzó un- “Y tú, ¿no le regalas nada a tu madre?”


Creo que ha sido la mayor ofensa que me han hecho en mi vida. Por lo menos a mí me dolió mucho más que todo cuanto después me ha llegado. Recuerdo que apreté con cólera los puños y que, furioso, salí de la habitación sin contestar palabra. Fui a la cocina, busqué una bandejita de alpaca y, sobre ella, coloqué mi cofrecito y volví a entrar en la habitación de las visitas, sin hablar una palabra y conteniendo mis rabiosas lágrimas.


Los reunidos, y el fraile entre ellos, comenzaron a hacer aspavientos y a lanzar grititos de admiración ante mi regalo. Pero con ello aumentaron más mi cólera y, ya sin poderme contener, mordiéndome los labios, casi grité: “Lo que vale es lo de dentro.”


No recuerdo lo que ocurrió cuando leí el poemilla. Supongo que mi madre lloraría y que los reunidos me pronosticarían todas esas tonterías con las que llenamos las cabezas de los niños ante sus primeros pinitos. Pero lo que no he olvidado jamás es aquella gloriosa- grotesca frase mía, que desde entonces no ha hecho más que crecer dentro de mí, hasta convertirse en una de las claves de mi vida (“lo que vale es lo de dentro”).


Y sólo más tarde, mucho más tarde, he logrado comprender hasta qué punto es cierto que lo único que realmente vale en nuestras vidas es lo de dentro, que no hay ninguna riqueza que venga de fuera, que la única función de nuestras vidas es llenar y estirar nuestras almas, que son vanos los triunfos, los grititos del mundo (como los de las visitas-cotorras de mi infancia), que lo único que al fin cuenta es eso que hoy tenemos tan olvidado y despreciado y que es lo que los antiguos llamaban “vida interior”.


Leo en estos días uno de los libros más hermosos de mis últimos años (Testamento espiritual, de Lilí Alvarez, Editorial Biblia y Fe), y en él encuentro un párrafo que me gustaría resumiera mi vida o los mejores momentos de ella:


“En estos días he empezado a estar más sosegada, sin duda por mi recuperada soledad. He vuelto a experimentar una vieja sensación: la de volver a ´Poseer´ mi vida. Esto es, de poseerme a mí misma. De ir poco a poco encajando mi ser ´para Dios´, de hacerlo “para´ él, o, por lo menos, de ir enfocándolo, pieza a pieza, en ese sentido. Crear la propia existencia, perfilarla de aquí y de allá, pero ´por dentro´, cóncavamente. Detalle a detalle, limando, raspando, entresacando en un determinado diseño -no añadiendo, no aumentando-, trabajo de escultor más que de constructor. Como mi vida es más quieta, puedo ir descendiendo a sus profundidades. Como un batiscafo que lentamente se deja posar en el fondo marino.”


Así me gustaría vivir.- bajando con frecuencia al fondo oceánico de mi alma, para encontrarme allí; para ir encajando las piezas de mi alma que me dispersa el tiempo y las actividades externas; bebiendo de mi propio pozo; asimilando la existencia, el gozo de ser; dejando de lado las alharacas y el ruido; redescubriendo hasta qué punto es verdad que lo único que vale es lo de dentro.



José Luis Martín Descalzo

Razones para la alegría

 

Milagros Rodón