El hombre que se olvidaba de creer

martes, 4 de noviembre de
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Yo soy Tomás, el apóstol incrédulo. Y vengo hoy a hablarles no para defenderme sino para tratar de explicar mi alma a mí mismo. ¿Por qué soy como soy? ¿Por qué nos movemos hacia donde nos movemos? Es difícil esto de vivir, ¿verdad?

Yo amaba a Jesús. Le amaba desaforadamente porque nada amaba fuera de Él. Comprenderan: había vivido siempre lleno de preguntas, lleno de vacíos. Vivías y no podías explicarte nunca nada. ¿Acaso habíamos venido al mundo para levantarnos cada día de amanecida y sentarnos cansadamente en el mercado? Sí, creía en Dios, pero esta fe no cambiaba para nada mi vida. Daba un poco de calor a los sábados, pero nada más. Y yo era un ambicioso, quería una ilusión que traspasase todas las horas de mi vida, soñaba en una fe que convirtiera mi agua en vino, mi aburrimiento en alma.


Por eso me entusiasmó Jesús. Junto a Él había que vivir en carne viva, jugándose uno el alma en cada instante. Toda palabra suya era algo decisivo, cuando te miraba era como si te sacara el corazón a flote por encima de la piel, como si toda la vida se te pusiera en pie de guerra. Todo: partir el pan, andar, pescar, era en Él algo decisivo, poblado de símbolos y significaciones. Uno vivía a su lado los sesenta minutos de la hora, sin un instante de vacación para el alma.

¿Podía esperar más un aburrido? ¿Comprenden lo que el encontrarle fue para mí, que necesitaba vivir siempre en el vértigo? Como saltar del sueño a la vigilia, del frío de los sepulcros al calor de los estadios. Le amé porque llenaba. No me importaba saber si era Dios, porque tenía que serlo quien tanto olía a vida por los cuatro costados.

¿Imagináis ahora lo que pudo ser para mí aquella muerte? ¿Si quien era la Vida moría, cómo podíamos vivir quienes éramos la muerte? No tuve alma para reaccionar porque al irse Él fue como si me hubiera quedado sin alma. La vida se me hizo de pronto insípida, y cuando el sábado me acerqué al mercado de Jerusalén sentí una enorme tristeza por mí mismo: vivir era aquello, sentarse ante una cesta de pescado, hacer circular por las manos peces y monedas, cargar nuevamente con la cesta vacía, rendirse bajo el sueño, volver a levantarse y con los ojos sucios sentarse ante una cesta de pescado y esperar que alguien viniera a poner en nuestras manos unas monedas a cambio de unos peces. Vivir era esto. De cuantas vidas hay sobre la tierra la del hombre era la más triste, porque es el único ser que puede comprender que está vacío.

A la noche di muchas vueltas a lo sucedido sin lograr entenderlo. ¿Acaso Jesús había sido un sueño? ¿Acaso habíamos vivido un largo éxtasis durante aquellos tres años? Si era Dios, ¿cómo moría? Si moría, ¿cómo podía ser Dios? Salí a la calle y todo era lo mismo: pastores y vendedores de palomas circulaban como siempre, los rostros de los sacerdotes no tenían un color distinto del de los demás días. Nadie hablaba ya de Jesús. ¿Acaso todo aquello había sido un largo sueño?


Ahora la vida se me hizo más insípida y gris, porque bajaba de aquellos tres años llenos y jugosos. Comparaba, podía comparar. Me sentía expulsado del Paraíso. Aquella tarde prometí ante mi alma no volver a ilusionarme con nada. Nunca más un sueño que pudiera volárseme de las manos. Era preciso ser cruelmente realista y aceptar la verdad: vivir es triste.


Cuando volví a casa Pedro corrió hacia mí:


— ¡Ha resucitado!


Debí mirarle como se mira a un loco:


— ¿Quién?


Ahora fue él quien se sorprendió de mi pregunta.


Dijo:


—¡Jesús!


Me lo explicaron todo. Le habían visto las mujeres. Sentí una lástima infinita hacia ellos. ¿Acaso no había sido bastante doloroso nuestro sueño anterior para que nos inventásemos otro que tendría un despertar más amargo? Sonreí.

Pero era verdad. Al día siguiente estuvo entre nosotros. Toqué sus manos, su costado. Volví a sentir el vértigo en mi corazón, sentí su alma crecer dentro de la mía como una inundación, y, a través de mis manos, subió por todo mi cuerpo una llaga mucho más abierta que las que estaba tocando.

Apenas pude dormir aquella noche. ¿Entonces, era cierto? ¡Si Él había resucitado, vivir era lo más maravilloso que pudiera existir! Tocaba mi cuerpo, gozoso de ser hombre. Si Él había resucitado no habría nunca motivo para la tristeza. Si Él había resucitado es que la vida del hombre era invencible. Si Él era capaz de traspasar de lado a lado la muerte, nada había más necio que temerla. Fui feliz como nunca había soñado serlo. Todo había cambiado de sentido. El hombre era Alguien.


Viví como trastornado aquellas semanas que pasó junto a nosotros, sorbiendo vida de Él, aprendiéndome sus palabras como si en cada una de ellas estuviera toda mi vida en juego. Y cuando él se fue, me juré a mí mismo no olvidarle ni un minuto, vivir tenso cada hora como si no se me hubiera dado más que la que en cada momento vivía.

Hablábamos mucho de Él. A todas horas. Porque no había en nosotros ni un céntimo de alma del que no se hubiera adueñado.

 

José Luis Martín Descalzo

en “Siempre es Viernes Santo” pag 173 – 176

 

Milagros Rodón