El orden del discurso (fragmento). Michel Foucault

jueves, 6 de noviembre de
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¿Pero qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?

He aquí la hipótesis que querría proponer, esta tarde, con el fin de establecer el lugar – o quizás el muy provisional teatro- del trabajo que estoy realizando: supongo que en toda la sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad.

En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente,  y el más familiar también, es lo prohibido. Uno sabe que no tiene el derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he aquí el juego de tres tipos de prohibiciones que cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja maya que no cesa de modificarse.

Resaltaré únicamente que en nuestros días, las regiones en las que la maya está más apretada, allí donde se multiplican las casillas negras, son las regiones de la sexualidad y la política: como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica, fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes.  Por más que en apariencia el discurso sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre él revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño, pues el discurso –el psicoanálisis nos lo ha mostrado- no es simplemente lo que manifiesta (o encubre) el deseo; es también el objeto del deseo; pues –la historia no deja de enseñárnoslo- el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse.

Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en la oposición entre la razón y la locura. Desde la más alejada Edad Media, el loco es aquel cuyo discurso no puede circular como el de los otros; llega a suceder que su palabra es considerada nula y sin valor, que no tiene ni verdad ni importancia, que no puede testimoniar ante la justicia, no puede autentificar una partida o un contrato, o ni siquiera, en el sacrificio de la misa, permite la transubstanciación y hacer del pan un cuerpo; en cambio suele ocurrir también que se le confiere, opuestamente a cualquier otra persona, extraños poderes como el de enunciar una verdad oculta, el de predecir el porvenir, el saber en su plena ingenuidad lo que la sabiduría de los otros no puede percibir. Resulta curioso constatar que en Europa, durante siglos, la palabra del loco no era escuchada o si lo era, recibía la acogida de una palabra portadora de verdad. O bien caía en el olvido –rechazada tan pronto como era proferida- o era descifrada como una razón ingenua o astuta, una razón más razonable que la de la gente razonable. De todas formas, excluida o secretamente investida por la razón, en un sentido estricto, no existía. A través de sus palabras se reconocía la locura del loco; ellas eran el lugar en que se ejercía la separación, pero nunca eran recogidas o escuchadas. Nunca, antes de finales del siglo XVIII,  se le había ocurrido a un médico la idea de querer saber lo que decía (cómo lo decía, por qué lo decía) en estas palabras que, sin embargo, originaban la diferencia. Todo ese inmenso discurso del loco regresaba al ruido; y no se le concedía la palabra más que simbólicamente, en el teatro en que se le exponía,  desarmado y reconciliado, puesto que en él desempeñaba el papel de verdad enmascarada.

Se me puede objetar que todo esto actualmente ya está acabado o está acabándose; que la palabra del loco ya no está en otro lado de la línea de separación; que ya no es considerada algo nulo y sin valor; que más bien al contrario, nos pone en disposición vigilante; que buscamos en ella un sentido, o el esbozo o las ruinas de una obra; y que hemos llegado a sorprender esta palabra del loco incluso en lo que nosotros mismos articulamos, en ese minúsculo desgarrón por donde se nos escapa lo que decimos. Pero tantas consideraciones no prueban que la antigua separación ya no actúe; basta con pensar en todo el armazón de saber, a través del cual desciframos esta palabra; basta con pensar en toda la red de instituciones que permiten el que sea –médico, psicoanalista – escuchada esa palabra y que permite al mismo tiempo al paciente manifestar, o retener desesperadamente, sus pobres palabras; basta con pensar en todo esto para sospechar que la línea de separación, lejos de borrarse, actúa de otra forma, según líneas diferentes, a través de nuevas instituciones y con efectos que en absoluto son los mismos. Y aun cuando el papel del médico no fuese sino el de escuchar una palabra al fin libre, la escucha se ejerce siempre manteniendo la cesura. Escucha de un discurso que está investido por el deseo, y que se supone –para su mayor exaltación o para su mayor angustia- cargado de terribles poderes. Si bien es necesario el silencio de la razón para curar los monstruos, basta que el silencio esté alerta para que la separación persista.

Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto aquellos de los que acabo de hablar. ¿Cómo van a  poder compararse razonablemente la coacción de la verdad con separaciones como ésas, separaciones que son arbitrarias desde el comienzo o que cuando menos se organizan en torno a contingencias históricas; que no sólo son modificables sino que están en perpetuo desplazamiento; que están sostenidas por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompañan en su vigencia y que finalmente no se ejercen sin coacción y sin cierta violencia?

Desde luego, si uno se sitúa en el nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es constantemente, a través de nuestros discursos esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cuál es en su forma general el tipo de separación que rigen nuestra voluntad de saber, es entonces, quizá, cuando se ve dibujarse algo así como un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coactivo).

Separación históricamente constituida, sin duda alguna. Pues todavía en los poetas griegos del siglo VI, el discurso verdadero –en el más intenso y valorado sentido de la palabra-, el discurso verdadero por el cual se tenía respeto y terror, aquel al que era necesario someterse porque reinaba, era el discurso pronunciado por quien tenía el derecho y según el ritual requerido; era el discurso que decidía la justicia y atribuía a cada uno su parte; era el discurso que, profetizando el porvenir, no solo anunciaba lo que iba a pasar, sino que contribuía a su realización, arrastraba consigo la adhesión de los hombres y se engarzaba así con el destino. Ahora bien, he aquí que un siglo más tarde la verdad superior no residía ya más en lo que era el discurso o en lo que hacía, sino que residía en lo que decía: llegó un día en el que la verdad se desplazó del acto ritualizado, eficaz y justo, de enunciación, hacia el enunciado mismo: hacia su sentido, su forma, su objeto, su relación con su referencia. Entre Hesíodo y Platón se establece cierta separación, disociando el nuevo discurso verdadero y el discurso falso; separación nueva, pues en lo sucesivo el discurso verdadero ya no será el discurso precioso y deseable, pues ya no será el discurso ligado al ejercicio del poder. El sofista ha sido expulsado.

Sin duda, esta separación histórica ha dado su forma general a nuestra voluntad de saber. Sin embargo no ha cesado de desplazarse: las grandes mutaciones científicas quizá puedan a veces leerse como consecuencias de un descubrimiento, pero pueden leerse también como la aparición de formas nuevas de la voluntad de verdad. Hubo sin duda una voluntad de verdad en el siglo XIX que no coincide ni por las formas que ponen en juego, ni por los tipos de objetos a los que se dirige, ni por las técnicas en que se apoya, con la voluntad de saber que caracterizó la cultura clásica. Retrocedamos un poco: en ciertos momentos de los siglos XVI y XVII (y en Inglaterra sobretodo) apareció una voluntad de saber que, anticipándose a sus contenidos actuales, dibujaba planes de objetos posibles, observables, medibles, clasificables;  una voluntad  de saber que imponía al sujeto conocedor (y de alguna manera antes de toda experiencia) una cierta posición, una cierta forma de mirar y una cierta función (ver más que leer, verificar más que comentar); una voluntad de saber que prescribía (y de un modo más general que cualquier otro instrumento determinado) el nivel técnico del que los conocimientos deberían investirse para ser verificables y útiles. Todo ocurre como si, a partir de la gran separación platónica, la voluntad de saber tuviera su propia historia, y que no es la de las verdades coactivas: historia de los planes de objetos por conocer, historia de las funciones y posiciones del sujeto conocedor, historia de las inversiones naturales, técnicas e instrumentales del conocimiento.

Pues esta voluntad de verdad, como los otros sistemas de exclusión, se apoya en una base institucional: esta vez reforzada y acompañada por una densa serie de prácticas como la pedagogía, el sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales. Pero es acompañada también, más profundamente sin duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en práctica en una sociedad, en la que es valorado, distribuido, repartido, y en cierta forma atribuido.

Recordemos, y a título simbólico únicamente, el viejo principio griego: que la aritmética puede muy bien ser objeto de las sociedades democráticas pues se enseña las relaciones de igualdad, pero que la geometría solo debe ser enseñada en las oligarquías ya que demuestra las proporciones en la desigualdad.

Finalmente, creo que esta voluntad de verdad apoyada en una base y en una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos –hablo siempre de nuestra sociedad- una especie de presión y de poder de coacción. Pienso en cómo la literatura occidental ha debido buscar apoyo desde hace siglos sobre lo natural, lo verosímil, sobre la sinceridad, y también sobre la ciencia– en resumen, sobre el discurso verdadero-. Pienso igualmente de qué manera las prácticas económicas, codificadas como preceptos o recetas, eventualmente como moral, han pretendido desde el siglo XVI fundarse, racionalizarse y justificarse sobre la teoría de las riquezas y de la producción; pienso además en cómo un conjunto tan prescriptivo como el sistema penal ha buscado sus cimientos o su justificación, primero naturalmente, en una teoría del derecho, después, a partir del siglo XIX, en un saber sociológico, psicológico, médico, psiquiátrico: como si la palabra misma de la ley no pudiese estar autorizada en nuestra sociedad más que por el discurso de la verdad.

De los tres grandes sistemas de exclusión que afectan al discurso, la palabra prohibida, la separación de la locura y la voluntad de verdad, es el tercero del que he hablado más extensamente. Y el motivo es que desde hace siglos, los primeros no han cesado de derivar hacia él. Y porque cada vez más él intenta tomarlos a su cargo, para modificarlos y a la vez fundamentarlos. Y porque los primeros no dejan de hacerse cada vez más frágiles, más inciertos en la medida en que, al encontrarse ahora atravesados por la voluntad de saber, ésta por el contrario no cesa de reforzarse y de hacerse más profunda y más insoslayable.

Y, sin embargo, es de ella de la que menos se habla. Como si para nosotros la voluntad de verdad y sus peripecias estuvieran enmascaradas por la verdad misma en su necesario despliegue. Y la razón puede que sea ésta: si el discurso verdadero ya no es, en efecto, desde los griegos, el que responde al deseo o el que ejerce el poder; en la voluntad de verdad, en la voluntad de decir ese discurso verdadero, ¿qué es por tanto lo que está en juego sino el deseo y el poder? El discurso verdadero, al que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que lo atraviesa; y la voluntad de verdad que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo es tal que no puede dejar de enmascarar la verdad que quiere.

Así no aparece ante nuestros ojos más que una verdad que sería riqueza, fecundidad, fuerza suave e insidiosamente universal. E ignoramos por el contrario la voluntad de verdad, como prodigiosa maquinaria destinada a excluir. Todos aquellos, que punto por punto en nuestra historia han intentado soslayar esa voluntad de verdad y enfrentarla contra la verdad justamente allí donde la verdad se propone justificar lo prohibido, definir la locura, todos esos, de Nietzsche a Artaud y a  Bataille, deben ahora servirnos de signos, altivos sin duda para el trabajo de cada día.

 

Elías Brandán