Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión, rogándole”:”Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente”.Jesús le dijo: “Yo mismo iré a curarlo”.
Pero el centurión respondió: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: ‘Ve’, él va, y a otro: ‘Ven’, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ‘Tienes que hacer esto’, él lo hace”.
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: “Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe.Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos”.
Palabra de Dios
P. Germán Lechini Sacerdote Jesuita. Director del Centro Manresa que pertenece a la Pastoral juvenil y vocacional de la Compañia de Jesús en Argentina y Uruguay
Hermoso Evangelio el que nos regala la Iglesia para comenzar esta primer semana de Adviento, semana dedicada a la fe y a la esperanza. Precisamente, Jesús alaba la fe de este centurión, que reconoce no sólo que cree en Jesús, sino más aún, que cree en el poder de su palabra. Hoy, entonces, podríamos también nosotros preguntarnos cómo está nuestra fe, cómo está nuestra esperanza en que Dios puede obrar verdaderas maravillas en nuestras vidas.
Seguramente todos nosotros nos consideramos creyentes, por una razón muy simple: creemos en Dios. Ahora bien, ser creyente de verdad supone no sólo creer “en” Dios, sino que supone ir mucho más allá, supone creerle “a” Dios. Supone esperar en Dios, supone apostar, que verdaderamente Dios puede “hacer nuevas todas las cosas”.
El Evangelio de hoy, propiamente termina un par de versículos más allá de lo que nos ofrece la liturgia, acaba cuando Jesús le dice al centurión: “Anda, que te suceda como has creído” (versículo 13). Con ello nos está diciendo algo de una hondura única, nos está diciendo que en nuestra vida, la acción de Dios estará a la altura de nuestra fe, a la altura de cuánto verdaderamente hayamos creído que Dios era capaz.
Creemos poco, pues nuestra vida verá pocos “milagros”. Creemos mucho, pues veremos a Cristo actuar mucho y de muchas maneras en nuestras vidas. Repito, hoy Cristo nos está interpelando a propósito de nuestra fe: ¿Cómo está nuestra fe? ¿Creemos en Dios, le creemos a Dios? ¿Esperamos en Dios? ¿Tenemos esa fe del centurión, capaz de creer –como dice la canción- que “es posible lo imposible, que es posible esperar lo inesperado, que es posible creer en lo increíble”?
Más allá del Credo de la Iglesia que rezamos cada domingo, cada uno de nosotros debiera también hoy ser capaz de escribir su propio Credo. Les propongo este ejercicio de Adviento, escribamos nuestro propio Credo, preguntémonos, de corazón, si creemos en Jesucristo y si le creemos a Jesucristo. Animémonos, recemos y escribamos un “credo personal”, donde podamos decir, después de tantos años de vida y evangelio, si verdaderamente creemos en Dios y le creemos a Dios.
Para animarlos, les comparto un pequeño y hermoso Credo que escribió el Papa Francisco, cuando era jovencito, antes de ser ordenado sacerdote. A ver si su Credo nos inspira para lanzarnos a hacer también el nuestro, decía Bergoglio:
“Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo,
y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu en mi vida
para hacerme sonreír y llevarme así al reino eterno de la vida.
Creo en mi historia, que fue traspasada por la mirada del amor de Dios y,
en el día de la primavera, 21 de septiembre,
me salió al encuentro para invitarme a seguirlo.
Creo en mi dolor, infecundo por el egoísmo, en el que me refugio.
Creo en la mezquindad de mi alma, que busca tragar sin dar… sin dar.
Creo que los demás son buenos, y que debo amarlos sin temor,
y sin traicionarlos nunca para buscar una seguridad para mí.
Creo en la vida religiosa.
Creo que quiero amar mucho.
Creo en la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo,
pero que me sonríe invitándome a aceptarla.
Creo en la paciencia de Dios, acogedora, buena como una noche de verano.
Creo que papá está en el cielo junto al Señor.
Creo que el padre Duarte también está allí intercediendo por mi sacerdocio.
Creo en María, mi madre, que me ama y que nunca me dejará solo.
Y espero la sorpresa de cada día en la que se manifestará el amor, la fuerza, la traición y el pecado,
que me acompañarán hasta el encuentro definitivo con ese rostro maravilloso
que no sé cómo es, que le escapo continuamente, pero que quiero conocer y amar. Amén”.
Tener fe supone, como decíamos, mucho más que creer en Dios. Supone creerle a Dios, supone apostar esperanzadamente que en nuestras vidas “Dios puede hacer nuevas todas las cosas”.
¡Que así sea!