Dolorosa, dramática, magnífica

sábado, 6 de diciembre de
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Tu carta, querida amiga, me conmueve. Te veo atada, desde hace veintidós años, a tu sillón de ruedas, sujetando con tu mano izquierda la temblorosa derecha con la que me escribes, y tu garabateada letra me resulta sagrada. ¿Cómo podría yo enseñarte nada? Ante tu montaña de dolor soportado e iluminado, ¿qué podría hacer yo sino mostrar mi admiración, sin límites, mi vergüenza por estar sano, mi pobreza en humanidad? Desde que me ordené de cura he experimentado muchas veces el pánico de «dirigir» a personas que eran infinitamente mejores que yo, de dar consejos a gentes-que debían aconsejarme a mí, de ayudar a levantarse a otros como un enano ayudaría a un gigante. Pero me siento aún más impotente ante los que sufrís, que sois -lo creo- los verdaderos gigantes de la humanidad, los dueños del tesoro, aunque llevéis esas joyas desgarradoramente clavadas en la carne.

¡Tu carta es, además, tan hermosa, tan infantil, tan profunda! «Mi tarea -escribes- es la de vivir permanentemente a media asta. ¡Tanto tiempo preguntándome cuál será mi camino! ¿Es que va a ser éste de no servir para otra cosa que aceptar lo que viene y hacerlo tras muchos esfuerzos? Pero ¿eso basta? ¿Con eso pago los gastos de mi creación? Por vez primera en mi vida tengo la sensación de ser un mal negocio para Dios. La enfermedad no me ha hecho ser mejor. Al contrario. me empuja hacia la comodidad y el egoísmo. Vivo con la impresión de estar malgastando algo valiosísimo de la manera más estúpida. Me obsesionan las cosas de tal modo que no aprovecho el presente y, con ello, pierdo el presente y el futuro. Cada mañana sueño que seré mejor, y rabio a la noche por no haberío conseguido. El mal se mezcla en mis mejores cosas sin que yo me dé cuenta. ¡Cuánto me gustaría un minuto de inocencia, de verdadero amor y absoluta pureza! ¡Un minuto, un solo minuto! Pero he de seguir volando con las alas cortadas.»


Yo debería responderte que tu diagnóstico es perfecto y que la única receta posible es precisamente ésa: seguir volando con las alas cortadas. Pero tal vez te sirva recordarte que todos los hombres vivimos a media asta, que todos estamos alicortados. Tú llevas el lastre de tu silla de ruedas, otros llevamos muchos sueños sin realizar, muchos un amor fracasado, bastantes la angustia económica que les obliga a gastar en conseguir dinero el tiempo que necesitarían para vivir, no pocos la tragedia de tener almas flojas y vacilantes que no supieron o no pudieron hacer crecer o fortalecer. El hombre es así: un ser que vive siempre a media asta, tú lo has dicho.


¿Y eso es suficiente? ¡Pues sí! Es suficiente siempre que uno se pase la vida levantando incansablemente la bandera en esa asta, siempre que uno vaya construyendo, incansable, pedacitos de amor, conquistando su alma casa a casa como en una ciudad en guerra. Porque no se trata de soñar, sino de vivir. Todos preferiríamos -¡claro, claro!- conquistar nuestra vida de un solo golpe, un gigantesco acto de heroísmo, bajar hasta el fondo de la gruta del alma y regresar de ella con un ramo de estrellas. También los árboles querrían crecer en una sola mañana, romper la corteza de la tierra, asomarse a la vida y tener a las pocas horas la gloria de la fruta, sin conocer heladas, sin la lenta y arriesgada maduración, sin acumular costosamente el sabor y el jugo.


Se sueña en un día; se construye en muchos años. Porque no se trata de ser «un buen negocio para Dios». ¿Crees acaso que Dios creó al hombre para hacer un negocio? ¡Pudo hacer cien mil cosas más rentables! El creó por amor, y le interesan bastante menos los dividendos del fruto conseguido que el amor que se pone en las raíces de ese fruto.

 

¿Todo es entonces igualmente hermoso: la obra del genio, el cansancio, el sudor, el fracaso? Efectivamente. No se trata de que los árboles se conviertan en minas de plata, sino de que den fruta. No se busca que los campos produzcan dólares, sino trigo. Se trata de vivir amante y alegremente el diminuto e infinito presente que nos ha sido dado. Sabiendo que eso es ya magnífico. Magnífico todo- amar, sonreír, esperar, hablar, llorar, cansarse, sufrir, leer, rezar, pensar, escribir.

 

Pablo VI -que adjetivaba como los ángeles- dice en su testamento que la vida es «dolorosa, dramática, magnífica». Dolorosa porque siempre se vive cuesta arriba. Dramática porque en cada instante nos jugamos nuestro destino. Magnífica porque todo es un don, y un don de amor. Sin que importe que las raíces sean oscuras, porque sabemos que, mientras ellas pelean bajo tierra, ya hay un pájaro cantando en sus ramas.

 

Y tal vez los enfermos tienen la posibilidad de vivir más plenamente esa trinidad de adjetivos, porque tocan en cada hora con los dedos ese dolor, ese dramatismo, esa maravilla.

Recuerdo siempre aquel párrafo que Teilhard de Chardin, escribía a su prima, largos años enferma como tú:  «Margarita, hermana mía, mientras que yo, entregado a las fuerzas positivas del universo, recorría los continentes y los mares, tú, inmóvil, yacente, transformabas en luz, en lo más hondo de ti misma, las peores sombras del mundo. A los ojos del Creador, dime, ¿cuál de los dos habrá obtenido la mejor parte?»

 

Sí, eso es, amiga mía. Porque no es cierto que tú estés malgastando nada. Tu mano temblorosa, al escribirme, estaba demostrando como nadie que esta vida dolorosa y dramática no deja, por eso, de ser también magnífica.

 

 

José Luis Martín Descalzo

en “Razones para la esperanza”

 

Milagros Rodón