Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre.
El demonio le dijo entonces: “Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan”.
Pero Jesús le respondió: “Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan”.
Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: “Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero. Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá”.
Pero Jesús le respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”.
Después el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: El dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden.
Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”.
Pero Jesús le respondió: “Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios”.
Una vez agotadas todas las formas de tentación, el demonio se alejó de él, hasta el momento oportuno.
Empezamos con este texto del Evangelio a transitar nuestra Cuaresma. Tiempo privielegiado por sobre otros tiempos para replegarnos un poco sobre cada uno de nosotros y poder examinar nuestra vida, nuestra mirada y nuestro corazón. Tiempo privilegiado no para poner cara larga y caer en ritualismos, sino para ahondar en el misterio de la vida y llegar al propio pozo de las verdades auténticas de uno, de cara a sí mismo y a Dios.
Así es que este texto de Lucas donde se narran las tentaciones de Jesús es un lindo ensayo para poder poner de alguna manera el telón de fondo de lo que va a pasar en Cuaresma. El texto nos dice que Jesús fue llevado al desierto por la fuerza del Espíritu. Es decir, Jesús siente en su interior que tiene que caminar el desierto. Aparece de manera hostil, con grandes amplitudes térmicas, casi inhóspito. Sin embargo el sentido que Jesús le va a dar a su ida al desierto no es más ni menos que para ser tentado.
De alguna manera Jesús sabe que si comienza su misión, esta tiene que forjarse de manera especial. Por eso el desierto. No como lugar, sino como signo: el lugar en el que será probado.
Las tres tentaciones que Jesús siente en su vida en el desierto se pueden agrupar en tres tentaciones comunes y bien conocidas por nosotros. La podemos llamar las “tres p”: poder, placer, poseer. Tiene ese efecto y la peor de todas es la del poder. Porque si bien poseer y placer son comunes y arduas, difíciles de combatir y vivimos en una sociedad de consumo completamente funcional a estas dos actitudes de vida, lo que más conmueve nuestro espíritu mundano es el poder. Ya el hecho de escribir la palabra, de pronunciarla o de oírla nos genera algo.
El mundo gira ciegamente en vértigo y vorágine en la búsqueda de poder. Pensamos que el poder lo puede ser todo y ser el remedio de todos los males. Porque al fin y al cabo nos gusta sentirnos no sólo importantes, sino que ahí está puesta nuestra valía. Nos gusta pensar y sentirnos que en definitiva somos más y valemos más: por lo que tenemos, por los bienes, el trabajo, el barrio, el auto, los estudios, el reconocimiento de los otros, los títulos y nombramientos, , mi clase social… Es una de las peores tentaciones y es con la que Jesús lucha a muerte, no sólo cuando es tentado en el desierto, sino a lo largo de toda su vida. Podemos decir que todo el Evangelio no es sino una gran pelea de Jesús y su incipiente Iglesia contra la voluntad de poder.
Por lo tanto, nosotros que somos sus discípulos y somos su Iglesia, vamos a experimentar necesariamente la misma tentación. En todo momento y en todo lugar. Pensar que somos alguien y que ese alguien es mucho más que los otros.
La tentación forma parte del misterio del mal que no es querido por Dios, pero lo permite para sacar bienes mayores. Entonces nace el desafío: sabiendo que la tentación no es pecado, sentirla, experimentarla, olerla, sufrirla, no es ocasión para la desesperación sino justamente para todo lo otro. ¡Qué paradoja! Las tentaciones terminan siendo oportunidades para aumentar por la gracias el don de la fe. Las tentaciones que tengamos que experimentar sólo se entienden como oportunidades para darnos cuenta que somos barro y espíritu, fragilidad siempre nueva, humanidad en construcción y que podemos desde este tipo de circunstancias, fortalecer nuestra fe para creer más y mejor en Jesús como Señor y Salvador de nuestra vida, poniendo nuestras fuerzas no en nuestra sola voluntad sino en la fuerza de la gracia del Espíritu de Jesús, que nos lleva a afianzar aquello en lo que creemos y la pertenencia a Aquel a quien le creemos.
Bendita tentación que nos lleva a afrontar nuestra vida y ponerle el rostro, para no escapar, sino para asumir y pelear. Y así ver fortalecida nuestra fe.
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