La meditación no es una simple reflexión que hacemos cuando pasamos por nuestra vida. Tampoco es tan sólo un pensar, o considerar un asunto con atención y detenimiento.
Se puede pensar que la meditación también implica un cuidar, un trato, un volver la mirada sobre uno mismo y descubrir una afección.
Meditar se considera a veces como poner remedio a una enfermedad, sanar en un proceso de repetición y vuelta constante, purificando el alma de una alteración, y llevándola a una contemplación espiritual mayor; midiendo y tomando distancia de esas situaciones que no nos ayudan a crecer como personas, cosas que nos expulsan de lo que verdaderamente somos.
Pero la meditación, además de considerar lo anterior, es esa oportunidad que nos damos de bajar al interior, a las raíces más profundas, para hacernos más persona.
Meditar es rumiar en el corazón las decisiones que nos hacen tomarle el peso a las situaciones y a las cosas, plasmando un proyecto de vida que nos constituya como hombres; siendo como la aurora: con sus luces y sombras. La meditación, a veces, se convierte en un mar tormentoso, agitado, que después de la turbación encuentra su calma en la aceptación de los propios límites, y en el arte de vivir cada día buscando el sentido.