La mies crece sola

jueves, 5 de marzo de
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Esta es la más olvidada entre las parábolas del Reino; tal vez porque carece de acción, generalmente se olvida. Pero es de las más sabrosas y sorprendentes. La cuentan tres versículos de Marcos:

El reino de Dios es como cuando un hombre arroja la semilla en su tierra. Mientras duerme y vela, de noche y de día, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. Por sí misma la tierra produce su fruto, primero la caña, luego la espiga, por fin el trigo que llena la espiga. Y cuando está maduro el fruto, mete la hoz porque le mies ya está en sazón (4, 26-29).
  
 
¿Por qué hemos olvidado esta parábola? Tal vez por su sencillez; tal vez porque, en el fondo, preferiríamos que la santidad fuese una obra de titanes y no creciera como el trigo en el campo, bajo el sol de Dios. 

La parábola es, sin embargo, contundente. El labrador ha arrojado su semilla. Hecho esto ha concluido su tarea. El trigo crece y se levanta sin que el sembrador tenga que volver a intervenir, sin que piense siquiera en ello, incluso sin que se dé cuenta de que el trigo crece. La tierra da fruto por sí misma.
 
El centro de la parábola es precisamente la despreocupación de ese labriego. El Reino crece, semejante a la mies del campo. La esperanza del labriego es la esperanza de quienes hoy sabemos que el reino de los cielos durará y crecerá hasta la hora de la siega. Jesús vive de esa esperanza, de ese desconcertante optimismo.
 
En la vida de Cristo —ha escrito Chesterton— hay una cosa que él oculta. A veces he pensado que era su alegría. Hay, sí, un misterioso equilibrio en Jesús, una despreocupación, una seguridad: el trigo crecerá. Y se equivocan quienes viven angustiados, los que se ahogan en el terror de qué comerán o cómo vestirán. ¿No hay un Dios que cuida de los lirios y los pájaros? ¿O Dios sería menos fuerte que su sol que hace crecer el trigo sin necesidad de que el labrador siga cuidándolo?
  
 
Esta confianza es una contraseña de los verdaderos cristianos. Después de todo —escribe Cerfaux— asegurar el éxito de la Iglesia, nuestra santidad, nuestros trabajos, sean los que sean, no es asunto nuestro; es cosa de Dios. A nosotros nos basta con cumplir nuestro quehacer de cristianos con toda sencillez. Así el hombre de la parábola deja que la mies crezca ella sola; es un hombre sin preocupación, casi un niño. Y —según Peguy— la inocencia de los niños es la gloria más grande de Dios. Todo lo que se hace durante la jornada es agradable a Dios, contando, naturalmente, con que se haga lo que hay que hacer.
 
Así ha crecido la historia de los santos, naturales, sencillos, como el trigo en el campo. Para san Pablo —que es el gran doctor de la confianza— ser cristiano y ser santo es lo mismo. La santidad no es, para él, un fenómeno extraordinario. En su teología lo que resulta anormal es que haya otras cosas y que no haya santos. Lo anormal es un cristianismo exangüe, miedoso, que esperase —como dice Cerfaux— no sé qué transfusión de sangre de una nueva civilización.
 
Ese dejarse crecer es la santidad. San Gregorio Magno lo formula con bella precisión en su comentario a esta parábola:
 
El hombre arroja su semilla en la tierra cuando pone su corazón en un buen deseo. Y, hecho esto, debe apoyarse en Dios, descansando en la esperanza. Se acuesta al atardecer y se levanta por la mañana, porque va progresando en medio de los éxitos y los fracasos. La simiente germina y crece sin que él lo sepa, porque, sin que él pueda recoger todavía el fruto de sus progresos, la virtud, una vez puesta en marcha, camina hacia su realización. La tierra da fruto por sí misma, porque el alma del hombre, ayudada por la gracia, asciende por sí misma hacia el fruto de las buenas obras. Y esta misma tierra produce en primer lugar la caña, después la espiga y por último los granos de la espiga. Producir la caña significa que todavía se siente cómo la buena voluntad es débil.
 
Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está desarrollando y nos empuja a multiplicar las buenas obras. Y la plenitud de los granos en la espiga significa que la virtud ha hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud de la acción y de la constancia en el cumplimiento del deber. Cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque todo es cosecha de Dios, una mies que le pertenece.


Vida y misterio de Jesús de Nazareth II

 

Milagros Rodón