Ante el misterio de la muerte

martes, 7 de abril de
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No cabe duda que, de todos los problemas con que el hombre se enfrenta, la muerte es el más grave de todos. Horrible es la injusticia; espantoso el dolor; amargo el amor que no llega a su meta o que es traicionado. Pero es el horizonte de la muerte lo que entenebrece todo lo demás. Si ella fuese abolida, todo giraría en la vida del hombre.


Los modernos tratan —tratamos— de camuflarla. En los países más industrializados la mayoría de los enfermos muere ya en hospitales, como en un esfuerzo titánico por alejar la muerte de nuestra vista. Y, una vez muertos, se embadurna a los cadáveres para que sigan, de algún modo pareciendo vivos.


El hombre no quiere ver la muerte. Trata de imaginarla como una especie de accidente inevitable, como algo que, en definitiva, no atañera a los vivos, algo que no tuviera que ver con nosotros.


Y, sin embargo, nunca la muerte estuvo más clavada en las entrañas de una civilización que en la nuestra. Abrimos los periódicos, encendemos las pantallas de televisión, salimos al tráfico de nuestras calles, y todo parece oler a muerte. Somos árboles de un bosque en el que incesantemente el rayo fuera tronchando los troncos de nuestros vecinos. Y experimentamos cómo el bosque se va llenando de calvas, cómo nos vamos quedando solos.

Y luchamos, desesperadamente, contra la muerte. Hemos logrado disminuir notablemente la mortalidad infantil; hemos prolongado notablemente, casi doblado, el promedio de vida de los hombres; los cirujanos luchan por descubrir las últimas defensas para salvar a quienes parecían definitivamente abocados a ella; buscamos recambio a nuestros corazones cansados; luchamos, luchamos. Pero ella está ahí.

 

El hombre se muere. Ya es maravilloso que siga viviendo, que yo concluya de escribir esta página, que el lector termine de leerla. La caña frágil que el hombre es —aunque sea una caña importantísima y pensante— está expuesta a todos los vientos y puede quebrarse en la primera esquina.

 

Y, porque la muerte es triste, lo son también sus avenidas: el dolor lacerante de las enfermedades o la ruina desoladora del envejecimiento.

Poco valen frente a ellos las diversas formas de anestesia que la humanidad inventa; de nada sirven el dinero ni el progreso. El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose más aún para entrar en el ataúd.

 

Al otro lado

 

Pero la muerte es aún más dolorosa por lo que interrumpe que por lo que es. ¿De qué sirve un gran amor que ha de durar sólo unos pocos años? ¿Para qué luchar, si toda lucha ha de terminar a plazo fijo y buena parte de sus frutos no serán disfrutados por el luchador? No es lo malo la muerte por lo que es, sino por lo que, además, envenena la vida entera. A su luz todo se hace relativo y el hombre se ve obligado a pensar si vale la pena encarnizarse, sufrir, sangrar, llorar, gastarse, por bienes tan absolutamente pasajeros.

 

Porque todo cambiaría si el hombre tuviera la certeza de que las cosas continúan de algún modo «al otro lado». Pero este misterio es aún más hondo que el de la muerte, más desconcertante. ¿Qué hay tras esa puerta? ¿Hay verdaderamente algo?


Y el problema es grave a nivel personal. Cuando yo haya muerto ¿todo habrá acabado para mí? ¿Seguiré existiendo de algún modo, en algún sitio? ¿Continuaré siendo el hombre que soy, tendré una memoria, mantendré de algún modo mis ilusiones de hoy, prolongaré, de alguna manera, mi obra, mis amores?


Pero aún se hace más agudo respecto a aquellos que amo. Muchos han muerto ya. ¿Existen de alguna manera? ¿Siguen recordándome como yo les recuerdo, me aman aún como yo aún les amo? Esta memoria mía, este cariño hacia ellos que se mantiene en mí, obstinado, pertinaz ¿es simplemente humo y sueño? ¿O hay en algún sitio un recuerdo que responde a mi recuerdo, un amor que corresponde a mi amor? Y aquellos que hoy amo y que aún viven ¿podrán borrarse definitivamente mañana? ¿dejarán un día de amarme para siempre? Si mañana murieran ¿ya nunca más me reuniría con ellos? Y si me reuniera ¿me reconocerían? ¿Seguirían ellos siendo «ellos» y yo continuaría siendo «yo»? ¿Nuestro amor de hoy tendría un nuevo capítulo, tal vez inacabable?

 

Siento ahora que algo grita en mí: no sólo la necesidad de que ellos existan, sino una especie de loca certeza de que ellos existen, de que aquello que yo amé no puede haber muerto del todo. Pueden haber muerto sus cuerpos. Pero yo no les amé por sus cuerpos. Aquello por lo que yo les quise no puede haber muerto, no puede morir. Es una certeza furiosa y que ciertamente no sería capaz de demostrar con mi razón científica, pero que grita por todas las rendijas de mi ser. Y sé que no creo en eso porque yo lo necesite, sé que creo porque no puede no ser verdadera esta brutal aspiración que como yo han sentido millones y millones de hombres desde que el mundo existe.


 

La certeza insuficiente

 

Pero, junto a este certeza, experimento otras dos: que con ella no puedo despertar a mis muertos y que ni siquiera soy capaz de penetrar con mi imaginación en ese mundo que todo mi ser grita que existe.

Por mucho que yo siga amando a mi madre, por mucho que necesite su compañía, sé que mi único consuelo es visitar su tumba y mantener firme mi certeza de que —al otro lado del misterio— volveré a
encontrarla. Mis deseos no la resucitan. La muerte es más fuerte que ellos, aunque no sea más fuerte que mi esperanza.

Y también es estéril mi imaginación. A veces me imagino a mi madre paseando por celestes praderas, pero sé que son simples proyecciones de la realidad de aquí. Sé que ella existe, pero que esas praderas son soñadas, deformantes, falsificadoras. Por eso, en realidad, son tan absurdas todas las imágenes con las que nos imaginamos la otra vida. Nuestra visión del infierno es tan grotesca como la que tenemos del cielo. Aquello que certifica la esperanza, lo falsifica y vuelve vano la imaginación.

Pero esas imágenes demuestran algo importante: que el hombre es muy corto en sus deseos. Decimos desear la vida eterna, pero en realidad sólo aspiramos a continuar la actual, una segunda vida que nos imaginamos como simple prolongación de ésta. Lo que deseamos no es superar a la muerte con una vida total, sino volver atrás, a nuestras calles y a nuestros sudores, cruzar inversamente la puerta que con la muerte atravesamos, regresar, continuar, dejar la muerte en suspenso, no vencerla y superarla.

Si en realidad los muertos a quienes amamos regresaran, pero lo hicieran con la vida plena de quien ha vencido para siempre a la muerte, nos aterrarían más que alegrarnos. Queremos que vuelvan limitados, pequeños, atados a esta corta realidad que es la nuestra. 

Otra vida más grande nos aterra, porque nos desborda. No nos cabe en la imaginación. Puede únicamente cabernos en la fe. 



José Luis Martín Descalzo

Vida y misterio de Jesús de Nazareth III

Pag 362-365

 

Milagros Rodón