Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.”
El no sabía lo que decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: “Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo.” Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo.
Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
En lo alto de la montaña, como en los grandes momentos del Antiguo Testamento, Jesús deja entrever su gloria. Los discípulos temen. Luego todo se calma y aparece el anuncio de la Pascua. Esa gloria estuvo siempre. Pero Jesús la oculta hasta tal punto de esconderla. Jesús se despoja de su divinidad para hacerse uno de nosotros, uno más, uno del montón: la eternidad hecha historia. Y gracia a este despojo y abajamiento es que nosotros, desde la humanidad de Jesús, de la divinidad oculta, podemos acceder al misterio hondo de la Pascua y de la divinidad de un Dios-entre-nosotros.
De alguna manera el evangelio de este II Domingo de Cuaresma también nos revela cómo tenemos que vivir los seguidores de Jesús si queremos ser coherentes a su Evangelio. Porque, así como aparecen las dos dimensiones de la persona de Jesús, se da un lindo equilibrio entre estas dos dimensiones en nuestra vida personal: nosotros nos sentimos llamados a vivir entre la experiencia de Tabor y la experiencia de cotidianeidad del día a día de todos los días. Necesitamos experimentar estas dos dimensiones: conectarme con lo más humano que hay en mí y con la divinidad que por gracia de Dios me habita. Hay algo divino en cada uno de nosotros. No lo podemos negar. Y que no se contrapone a lo humano. De ahí que nos sea muchas veces tan difícil poder vivir integrando estas dos dimensiones. Ni solamente humanos, ni exclusivamente divinos.
Este equilibrio es un arte. Tanto, que los apóstoles se caían de miedo y sopor y no sabían qué decir. Y es porque más que equilibrios, nosotros vivimos de paradojas; sentimos en el fondo del corazón la paradoja de vivir entre dos polos: somos hombres y vivimos en el mundo, pero con ansia de la eternidad del Reino definitivo; somos barro que anda en libertad, pero hay divinidad en cada ser humano; experimento esto que soy y mi historia y la tensión hacia un ideal que todavía no alcancé. Somos seres paradojales. Por eso el conflicto no nos es ajeno. Entonces el conflicto no puede ser malo.
Es lindo entonces poder “tantearme” en la paradoja. ¡Porque Jesús es paradoja caminando! Estamos entre lo que fuimos y somos y lo que estamos llamados a ser. Podemos entonces hacer un camino personal de reconciliación interior para poder tomar conciencia de esto: soy un ser humano “haciéndome” o “a medio hacer”. Y llamamos “vida” a ese período de tiempo en el que cada vez podemos ir ganando más libertad, para amar, servir, entregar la vida por amor y asumir esta doble dimensión paradojal de mi vida: soy un ser humano llamado a ser divino, sin serlo todavía pero con ansia de que esto ocurra.
Si esto fuera un trabajo exclusivamente personal, no sería ni humano ni cristiano. Necesitamos de los demás. La mirada del otro nos configura. El abrazo del otro nos abriga. El otro es espejo y es compañero de camino. Es el que nos termina de revelar la paradoja en la que vivimos. Pero solamente es con los otros, con mis hermanos, que me puedo descubrir convocado y llamado a más.
Y no sólo eso. Sino también que la presencia, la mirada y el abrazo del otro me interpelan. Descubrir la paradoja entre lo humano y lo divino no es un mero trabajo de autoconocimiento para quedarme seguro en mi propio yo sin salir por miedo. ¡Nada de eso! Se da también por considerar, mirar y actuar frente al otro. La paradoja no es parálisis, ¡todo lo contrario! Es dinamismo para entregar la vida por amor y servicio a los hermanos y compromiso firme y fuerte en la construcción de un mundo más justo, más fraterno y más solidario; una verdadera patria de hermanos.
Somos ciudadanos de estas dos ciudades: el mundo, con su humanidad que sufre, grita, camina, cae y se levanta, con ansias de un Reino definitivo donde podamos ser totalmente libres de verdad y reencontrarnos todos los hombres de buena voluntad.
Desde la paradoja que somos y nos habita, un abrazo grande en el Corazón siempre Joven de Jesús y será si Dios quiere hasta el próximo evangelio
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