Pero la resurrección desmonta todas estas visiones de un Dios teórico y presenta «otro rostro» de Dios. Como escribe Guardini:
Si nos esforzamos por comprender la figura de Cristo y por tomar esta figura como punto de partida de nuestro pensamiento, nos hallamos ante una alternativa: o bien volvemos a aprender sobre Dios, desaprendiendo lo que creíamos saber sobre él, y entonces establecemos nuevas relaciones con él, o bien disolvemos a Jesucristo convirtiéndole en un hombre sencillo, aunque muy poderoso.
La resurrección nos habla de un Dios que es infinito, sí; pero no un infinito de lejanía, sino un infinito de amor y proximidad. La pureza de Dios no es la de un solterón puritano. Dios no se aleja ni del pecado; se abraza a él para carbonizarlo.
Y la resurrección modifica también nuestro concepto del hombre. Para quien cree en ella, el hombre ya no puede ser ese ser absolutamente mundano y natural que registran nuestros ojos. Si en la resurrección esa humanidad ha sido asumida entera y absolutamente, es que el hombre es mucho más de lo que nos imaginamos. Hemos de aprender que Dios es muy diferente del «ser supremo» tal como le concebimos muy «humanamente» y que el hombre tiene que ser más que el «hombre natural» que conocemos y que la cumbre de su ser se eleva, por el contrario, a regiones misteriosas, precisadas y determinadas por la resurrección. El hombre resucitado es el hombre verdadero, el hombre de los planes de Dios, el hombre en quien han caído, por fin, las fronteras que puso el pecado. No un superhombre, sino el hombre entero. No el «superviviente», sino el viviente en plenitud.
¿Pero no decían que el cristianismo era enemigo del humanismo, del cuerpo humano, al menos? A principios de la Edad Moderna estas afirmaciones se establecieron como un dogma indiscutible. Pero tales fórmulas sólo eran verdaderas si las palabras «hombre» y «cuerpo» se entendían en un sentido pagano. El cuerpo desgajado de Dios, el cuerpo idolatrado en lo que tiene de material, no es, evidentemente, aceptado por un cristianismo que debe rechazar todo ídolo. Pero, en realidad, sólo el cristianismo se ha atrevido a colocar al cuerpo en las profundidades más recónditas e íntimas de la eternidad.
Con ello tendremos también que revisar nuestro concepto de redención. Si la reducimos al puro «dominio espiritual», si reducimos el perdón de los pecados a un asunto del alma, rebajamos la redención y no hacemos entrar en ella la luz que la resurrección aporta. Citemos de nuevo a Guardini:
Hemos de aprender a conocer cuan densa, sustancial y real es la redención divina. Esta se refiere a la existencia, al hombre a su realidad hasta tal punto que san Pablo, de quien nadie se atreverá a decir que adoraba al cuerpo, la define en función del cuerpo nuevo. Esta doctrina queda fundamentada en la resurrección.
Las llagas vencedoras
En verdad que toda la vida de Cristo se resume en esta imagen del Resucitado que muestra las llagas y dice Yo he vencido al mundo.
Jesús no anuncia a los suyos una vida sin dolor y sin lucha, no les promete una paz parecida a una inacabable siesta No les dice Sean buenos y no sufrirán. Y menos aun Sean buenos, para que no sufran. Les dice En este mundo tendréis tribulación. No les promete ningún talismán que les libre de las pruebas y tribulaciones. Va delante de ellos en la batalla y les muestra sus llagas como precio que inevitablemente se ha de pagar por el amor Ilumina sus dolores, no se los quita. Anuncia la victoria final, no las pequeñas de cada día. Muestra sus llagas resplandecientes, no dice que se pueda pasar sin ellas. Presenta su resurrección como la gran respuesta, pero hay que pasar por la pregunta de la cruz.
El Dios de los cristianos es un Dios resucitado, no un Dios sin dolor. Y resucita con las llagas para que esto quede bien claro.
Un poeta americano —Edward Shillito— ha expresado con claridad esta fe del hombre en «el Cristo de las llagas» y esta recusasión a un Dios impasible que sería, por ello mismo, incapaz de consolarnos en nuestro dolor:
Los cielos nos espantan: están demasiado serenos; en todo el universo no hay lugar para nosotros. Nos duelen nuestras heridas ¿dónde hallaremos el bálsamo? Señor Jesús, por tus llagas pedimos tu misericordia. Si, estando cerradas las puertas, te acercas a nosotros, no has de hacer sino mostrar las manos, ese costado tuyo. Hoy día sabemos lo que son las heridas, no temas; muéstranos tus llagas, conocemos la contraseña. Los otros dioses eran fuertes; pero tú eres débil; cabalgaban, mas tú tropezaste en un trono; pero a nuestras heridas, sólo las heridas de Dios pueden hablarles, y no hay Dios alguno que tenga heridas, ninguno más que tú.
José Luis Martín Descalzo
Vida y misterio de Jesús de Nazareth III
421-422// 427-428