La Pasión – Visiones de María Valtorta (primera parte)

martes, 12 de mayo de
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604. Los procesos. Las negaciones de Pedro. Consideraciones sobre Pilato.

 

Visiones del 22 al 25 de marzo de 1945.

 

Empieza el doloroso camino por la vereda pedregosa que lleva desde el calvero donde Jesús fue apresado hasta el Cedrón, y desde el Cedrón, por otro camino, hasta la ciudad. E inmediatamente empiezan las palabras y los gestos burlescos y las vejaciones.

 

Jesús, yendo atado por las muñecas, e incluso por la cintura, como si de un loco peligroso se tratara, confiados los cabos de las cuerdas a unos energúmenos embriagados de odio, se ve tirado de un lado y de otro como un trapajo abandonado a la ira de una manada de cachorros. Pero aún podrían tener justificación los que así actúan si fueran perros; sin embargo, tienen nombre de hombres, aunque de hombre no tengan más que la figura. Y si han pensado en esa atadura de dos sogas opuestas ha sido para causar mayor dolor. Una de las dos tiene la única función de inmovilizar las muñecas, y las lacera y va serrando con su áspero roce; la otra, la de la cintura, comprime los codos contra el tórax, y sierra y oprime la parte alta del abdomen, torturando el hígado y los riñones, donde han hecho un enorme nudo y donde, de vez en cuando, el que lleva los cabos de las sogas da latigazos con ellos y dice: «¡Arre! ¡Vamos! ¡Trota, burro!», y añade patadas detrás de las rodillas del Torturado, que a causa de estas patadas se tambalea y si no cae del todo es porque las sogas lo mantienen en pie. De todas formas, las cuerdas no evitan que ‑ tirando de Él hacia la derecha el que se ocupa de las manos y hacia la izquierda el que sujeta la soga de la cintura Jesús vaya chocando contra muretes y troncos y que, debido a un tirón más cruel, recibido cuando está para cruzar el puente del Cedrón, caiga duramente contra el pretil del puentecillo. La boca magullada sangra. Jesús alza las manos atadas, para limpiarse la sangre que embadurna la barba, y no habla: es verdaderamente el cordero que no muerde a sus torturadores.

 

Unos de entre la gente, entretanto, han bajado al guijarral a coger piedras y guijarros, y desde abajo empieza una pedrea contra el fácil objetivo; porque a duras penas se puede andar en el puentecillo estrecho e inseguro donde la gente se apiña obstaculizándose a sí misma, y las piedras golpean a Jesús en la cabeza, en los hombros; no sólo a Jesús, sino también a sus torturadores, que reaccionan lanzando palos y devolviendo las propias piedras. Y todo contribuye a golpear más a Jesús en la cabeza y en el cuello. El puente acaba por fin, y ahora la callejuela estrecha proyecta sombras sobre el gentío, porque la Luna, que comienza su ocaso, no desciende a esa callejuela tortuosa y, además, muchas antorchas, en medio de esa confusión, se han apagado. Mas el odio hace de lámpara para ver al pobre Mártir, para el que hasta su alta estatura es elemento torturador. Es el más alto de todos. Fácil, pues, golpearle, agarrarle por los cabellos, obligarle a echar violentamente hacia atrás la cabeza y echarle encima un puñado de materia inmunda que, por fuerza, debe entrarle en la boca y en los ojos, produciéndole náusea y dolor.

 

2 – Empieza el trayecto a través del arrabal de Ofel, ese arrabal donde tanto bien y tantas caricias Él ha distribuido. La turba vociferante atrae a las puertas a los que duermen, y, si las mujeres gritan movidas por el dolor y, aterrorizadas, huyen al ver lo que ha sucedido, los hombres, esos hombres que incluso han recibido de Él curación, ayuda, palabras de Amigo, o bien agachan la cabeza con indiferencia, fingiendo desinterés al menos, o bien pasan de la curiosidad al livor, a la burla, al gesto amenazador, e incluso se ponen detrás del tropel de gente para vejar. Satanás está ya actuando…

 

Un hombre casado* que quiere seguirle para vejarlo, es aferrado por su mujer, que grita, que le grita: «¡Miserable? Si estás vivo es por Él, inmundo hombre lleno de podredumbre. ¡Recuérdalo!». Pero el hombre se impone a la mujer golpeándola brutalmente y arrojándola al suelo, y luego corre hasta donde el Mártir contra cuya cabeza lanza una piedra.

 

Otra mujer, anciana, trata de cortar el paso a su hijo, que viene con cara de hiena y con un palo, para golpear también a Jesús, y grita a su hijo: «¡Asesino de tu Salvador no serás mientras yo viva!». Pero la pobre, alcanzada en la ingle por una patada brutal de su hijo, se desploma gritando: «¡Deicida y matricida! ¡Por el seno que abres por segunda vez y por el Mesías al que hieres, maldito seas!».

 

3 – La escena, a medida que van acercándose a la ciudad, va aumentando en violencia.

 

Antes de llegar a las murallas están Juan y Pedro. Ya están abiertas las puertas, y los soldados romanos, dispuestos para la defensa, observan dónde y cómo se desarrolla el tumulto, preparados para intervenir si el prestigio de Roma se viera dañado. Creo que Juan y Pedro han llegado allí por un atajo tomado cruzando el Cedrón más arriba del puente, y adelantándose rápidamente a la turba, que, obstaculizándose tanto a sí misma, se mueve lenta. Están en la penumbra de un zaguán, en una placita que precede a las murallas. Tienen cubiertas sus cabezas con los mantos, ocultando así sus caras. Pero, cuando Jesús llega, Juan bajo la libre luz de la Luna, que allí todavía ilumina antes de desaparecer tras el collado que hay más allá de las murallas y que oigo que los esbirros capturadores lo llaman Tofet deja caer el manto y muestra su pálido y descompuesto rostro. Pedro, aun no atreviéndose a destaparse, se adelanta para ser visto…

 

Jesús los mira… y sonríe (una sonrisa de una bondad infinita). Pedro se vuelve y regresa a su ángulo obscuro, llevándose las manos a los ojos, encorvado, envejecido, ya un despojo de hombre. Juan se queda valerosamente donde está, y sólo cuando la turba vociferante termina de pasar se reúne de nuevo con Pedro, lo toma de un codo, le guía como un muchacho guiaría a su padre ciego, y entran ambos en la ciudad detrás de la muchedumbre vociferante.

 

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* un hombre casado: se trata de un cierto Jacob, curado por Jesús en 374.7/9. El hijo del siguiente párrafo es Samuel, desleal a Analía, encontrado en 374.5/6 y en 375.6/9. El presente capítulo de la Pasión fu escrito antes, como puede constatarse no sólo por las fechas, sino también por la observación de MV en 374.10.

 

Oigo las exclamaciones de asombro o burlescas o apenadas de los soldados romanos: hay quien lanza maldiciones por haber sido sacado de la cama por ese «necio lacayo»; hay quien se burla de los judíos, que han sido capaces de «prender a una media hembra», hay quien se muestra compasivo hacia la Víctima, diciendo: «Siempre le he visto bueno», y hay quien dice: «Hubiera preferido que me hubieran matado a mí, antes que verle a Él en esas manos. Es un grande. Tengo dos devociones en el mundo: Él y Roma». «¡Por Júpiter! ‑ exclama el de grado más alto ‑ Yo no quiero líos después. Voy donde el alférez. Que se encargue él de decírselo a quien tenga que decírselo. No quiero que me manden a luchar contra los Germanos. Estos hebreos hieden y son sierpes y carroñas, pero aquí la vida es segura. ¡Estoy para terminar mi tiempo y en Pompeya tengo una muchacha…!».

 

4 – Pierdo el resto por seguir a Jesús, que continúa caminando por la calle que hace un arco en subida para ir al Templo. Pero veo y comprendo que la casa de Anás, a donde quieren llevarle, está y no está en ese laberíntico conglomerado que es el Templo y que ocupa todo el collado de Sión. Está en el extremo, cerca de una serie de muros que parecen delimitar por esta parte a la ciudad y que desde ahí se prolongan en pórticos y patios, siguiendo la ladera del monte, hasta llegar al recinto de lo que es el Templo en el pleno sentido de la palabra, o sea, el lugar a donde van los israelitas para sus distintas manifestaciones de culto.

Una alta puerta guarnecida de hierro se abre en el muro. Se acercan a ella solícitas hienas y llaman con fuerza. En cuanto se entreabre, ya irrumpen dentro, casi tirando al suelo y pisoteando a la criada que ha venido a abrir; y abren la puerta de par en par, para que la turba vociferante, con el Capturado en el centro, pueda entrar. Una vez dentro, cierran y trancan, temerosos quizás de Roma o de los facciosos del Nazareno. ¡Sus facciosos! ¿Dónde están?…

 

Recorren el atrio de entrada y luego cruzan un amplio patio, un corredor, y otro pórtico y un nuevo patio, y suben a tirones a Jesús por tres escalones, haciéndole recorrer casi corriendo una galería realzada respecto al patio, para llegar antes a una rica sala donde hay un hombre anciano vestido de sacerdote.

 

«¡Que Dios te consuele, Anás» dice el que parece el oficial, si oficial puede llamarse al bribón que manda a esa canalla. «Aquí tienes al culpable. En manos de tu santidad lo pongo, para que Israel sea purificado de la culpa».

 

«Que Dios te bendiga por tu audacia y tu fe».

 

¡Vaya una audacia! Había sido suficiente la voz de Jesús para hacerle besar la tierra en el Getsemaní.

 

5 – «¿Quién eres Tú?».

 

Sanedrín«Jesús de Nazaret, el Rabí, el Cristo. Y tú me conoces. No he actuado en las tinieblas» .

«En las tinieblas, no. Pero has inducido a error a las muchedumbres con doctrinas tenebrosas. Y el Templo tiene el derecho y el deber de tutelar el alma de los hijos de Abraham».

«¡El alma! Sacerdote de Israel, ¿puedes decir que por el alma del más pequeño o del más grande de este pueblo has sufrido?».

 

«¿Y Tú entonces? ¿Qué has hecho que pueda llamarse sufrimiento?».

«¿Qué he hecho? ¿Por qué me lo preguntas? Todo Israel habla. Desde la ciudad santa al mísero pueblecillo, hasta las piedras hablan para decir lo que he hecho. He dado la vista a los ciegos: la de los ojos y la del corazón. He abierto los oídos a los sordos: para las voces de la Tierra y para las del Cielo. He hecho caminar a los tullidos y a los paralíticos, para que empezaran la marcha hacia Dios desde la carne y luego siguieran con el espíritu. He limpiado a los leprosos: de las lepras que la Ley mosaica señala y de las que hacen a un hombre leproso ante Dios, o sea, de los pecados. He resucitado a los muertos. Y no señalo que sea grande llamar a una carne de nuevo a la vida, sino que digo que grande es redimir a un pecador; y lo he hecho. He socorrido a los pobres, enseñando a los avarientos y ricos hebreos el precepto santo del amor al prójimo; y, siendo pobre a pesar del río de oro que ha pasado por mis manos, he enjugado Yo solo más lágrimas que todos vosotros, que poseéis riquezas. En fin, he dado una riqueza inefable: el conocimiento de la Ley, el conocimiento de Dios, la certeza de que somos todos iguales y de que, ante los ojos santos del Padre, igual es el llanto derramado ‑ o el delito cometido ‑ por el Tetrarca o por el Pontífice, por el mendigo o el leproso que mueren en el camino. Esto es lo que he hecho. Nada más».

6 – «¿Sabes que por ti mismo te acusas? Dices: las lepras que hacen leprosos ante Dios y no son señaladas por Moisés. Estás insultando a Moisés e insinúas que hay lagunas en su Ley…».

 

«No suya: de Dios. Así es. Digo que más grave que la lepra, desgracia de la carne, desgracia acotada en el tiempo, es el pecado, que es desgracia, eterna, del espíritu».

 

«Osas decir que puedes absolver los pecados. ¿Cómo lo haces?».

 

«Si con un poco de agua lustral y el sacrificio de un macho cabrío es lícito y creíble cancelar un pecado, expiarlo y quedar limpio de él, ¿cómo no habrá de poder hacerlo mi llanto, mi Sangre y mi deseo?».

 

«Pero Tú no estás muerto. ¿Dónde está, entonces, la Sangre?».

 

«No estoy muerto todavía. Pero lo estaré, porque está escrito: en el Cielo, desde antes que Sión fuera, desde antes que existiera Moisés, desde antes de Jacob, desde antes de Abraham, desde cuando el rey del Mal hincó su mordedura en el corazón del hombre y envenenó el corazón del hombre y el de sus hijos; está escrito en la Tierra, en el Libro que recoge las palabras de los profetas; está escrito en los corazones, en el tuyo, en el de Caifás y de los miembros del Sanedrín, que no me perdonan. No, estos corazones no me perdonan el ser bueno. Yo he absuelto anticipadamente en vistas de la Sangre, ahora cumplo la absolución con el lavacro en la Sangre».

 

«Nos llamas ambiciosos y dices que ignoramos el precepto del amor…».

 

«¿Y no es, acaso, cierto? ¿Por qué me dais muerte? Porque tenéis miedo de que os destrone. ¡Oh! No temáis. Mi Reino no es de este mundo. Os dejo la posesión de todo poder. El Eterno sabe cuándo decir el “¡basta!” que os hará caer fulminados…».

 

«¿Como Doras*, ¡eh!?».

 

«Él murió de ira, no por un rayo celeste. Dios le esperaba en la otra parte para fulminarle».

 

«¿Y esto me lo dices a mí, que soy su pariente? ¿Cómo te atreves?».

 

«Yo soy la Verdad. La Verdad nunca es cobarde».

 

«¡Soberbio y loco!».

 

«No: sincero. Me acusas de ofenderos. Pero ¿acaso no odiáis todos vosotros? Os odiáis unos a otros. Ahora os une el odio contra mí. Pero mañana, cuando me hayáis matado, volverá el odio a reinar entre vosotros. Y será un odio más fiero. Y viviréis con esa hiena sobre vuestras espaldas y esta serpiente en el corazón. Yo he enseñado el amor. Por piedad hacia el mundo. He enseñado a no ser ambiciosos sino a tener misericordia.

 

7 – ¿De qué me acusas?».

 

«De haber introducido una doctrina nueva».

 

«¡Oh, sacerdote! Israel está poblado de nuevas doctrinas: los esenios tienen la suya; los sadoquitas, la suya; los fariseos, la suya. Cada uno tiene su secreta doctrina, que para unos se llama placer, para otros oro, para otros poder; y cada uno tiene su ídolo. No Yo. Yo he tomado de nuevo la Ley de mi Padre, del Dios Eterno, que había sido pisoteada, y he vuelto a decir sencillamente las diez proposiciones del Decálogo, secándome los pulmones para hacerlas entrar en los corazones que ya no las conocían».

 

«¡Horror! ¡Blasfemia! ¿Decirme esto a mí, sacerdote? ¿No tiene un Templo Israel? ¿Somos como los castigados de Babilonia? Responde».

 

«Eso sois. Y más todavía. Hay un Templo, sí; un edificio. Dios no está. Se ha alejado, ante el abominio que hay en su casa. Pero ¿para qué me interrogas tanto, si en realidad mi muerte ya está decidida?».

 

«No somos asesinos. Matamos si, por una culpa probada, tenemos derecho a hacerlo.

 

8 – Pero yo quiero salvarte. Respóndeme y te salvaré. ¿Dónde están tus discípulos? Si me los entregas, te dejaré libre. El nombre de todos, y más los ocultos que los conocidos. Di: ¿Nicodemo es tuyo?, ¿es tuyo José?, ¿y Gamaliel?, ¿y Eleazar?, ¿y…? Bueno de éste lo sé… no es necesario. Habla. Habla. Sabes que puedo darte muerte y salvarte. Soy poderoso».

 

«Eres fango. Dejo al fango el oficio de espía. Yo soy Luz».

 

Un esbirro le suelta un puñetazo.

 

«Yo soy Luz. Luz y Verdad. He hablado al mundo abiertamente. He enseñado en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen los judíos, y nada he dicho en secreto. Lo repito. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que he dicho. Ellos lo saben».

 

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* Como Doras, en 126.10.

 

Otro esbirro le suelta un bofetón, gritando: «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?».

 

«Estoy hablando a Anás. El Pontífice es Caifás. Y hablo con el respeto debido a los ancianos. Pero, si crees que he hablado mal, demuéstramelo; si no, ¿por qué me hieres?».

 

«Déjale, déjale.

 

9 – Voy donde Caifás. Vosotros tenedle aquí hasta nueva orden mía. Y ved porque no hable con nadie». Anás sale.

 

No habla Jesús, no. Ni siquiera con Juan, que se atreve a estar en la puerta, desafiando a toda la turba de los esbirros. Pero Jesús, sin pronunciar palabra, debe darle una orden, porque Juan, después de una mirada afligida, sale de allí y le pierdo de vista.

 

Jesús se queda entre sus verdugos. Zurriagazos con las cuerdas, esputos, burlas, patadas, tirones de pelo: esto es lo que le queda. Hasta que uno de la servidumbre viene a decir que lleven al Prisionero a la casa de Caifás.

 

Y Jesús, que sigue atado y sufriendo malos tratos, sale, y pasa al pórtico, lo recorre hasta un zaguán para cruzar luego un patio donde hay mucha gente calentándose alrededor de una hoguera (y es que la noche, ahora, en estas primeras horas del viernes, se ha puesto cruda y ventosa). Está también Pedro, con Juan; mezclados ambos entre el gentío hostil. Y deben tener mucho valor para estar allí… Jesús los mira. En su boca, ya hinchada por los golpes recibidos, se dibuja un atisbo de sonrisa.

 

Un largo camino entre pórticos y atrios, patios y corredores (¡pero que casas tenía esta gente del Templo!).

 

Mas la gente no entra en el recinto pontificio. Se les impide ir más allá del atrio de Anás. Jesús va solo, entre esbirros y sacerdotes.

 

10 – Entra en una vasta sala que parece perder su forma rectangular debido a los asientos, muchos, dispuestos en forma de herradura y dejando en el centro un espacio vacío, tras el cual hay dos o tres asientos elevados sobre tarimas.

 

Cuando ya Jesús está para entrar, el rabí Gamaliel llega, y las guardias pegan un tirón al Prisionero para que ceda el paso al rabí de Israel. Pero éste, rígido como una estatua, hierático, aminora el paso y, moviendo apenas los labios, sin mirar a nadie, pregunta: «¿Quién eres? Dímelo». Y Jesús, dulcemente: «Lee a los profetas y obtendrás la respuesta. El primer signo está en ellos, el otro vendrá».

 

Gamaliel recoge su manto y entra. Y tras él entra Jesús, de quien, mientras Gamaliel va a un sitial, tiran para ponerle en el centro de la sala, frente al Pontífce, que verdaderamente tiene cara de malhechor. Se espera hasta que entran todos los miembros del Sanedrín.

Luego empieza la sesión. Pero Caifás ve dos o tres asientos vacíos y pregunta: «¿Dónde está Eleazar? ¿Dónde está Juan?».

Se alza un joven escriba – creo, hace una reverencia y dice: «Han rehusado venir. Aquí está el escrito».

 

«Que se conserve y se escriba. Responderán de ello.

 

11 – ¿Qué tienen que decir los santos miembros del Consejo acerca de éste?».

 

«Yo hablo. En mi casa violó el sábado. Dios me es testigo de que no miento. Ismael ben Fabí no miente nunca» .

 

«¿Es verdad, acusado?».

 

Jesús calla.

 

«Yo le vi convivir con conocidas meretrices. Fingiéndose profeta, había hecho de su guarida un prostíbulo, y, para colmo, con mujeres paganas. Conmigo estaban Sadoq, Calasebona y Nahúm, apoderado de Anás. ¿Es verdad lo que digo, Sadoq y Calasebona? Desacreditad mi testimonio, si lo merezco».

 

«Es verdad. Es verdad».

 

«¿Qué dices?».

 

Jesús calla.

 

«No desaprovechaba ocasión de burlarse de nosotros o de exponernos a la burla. La gente ya no nos estima, por Él».

 

«¿Los estás oyendo? Has profanado a los miembros santos».

 

Jesús calla.

 

«Este hombre está endemoniado. Vuelto de Egipto, ejercita la magia negra».

«¿Cómo lo pruebas?» .

«¡Ante mi fe y las tablas de la Ley!».

 

«Grave acusación. Justifícate».

 

Jesús calla.

 

«Es ilegal tu ministerio, ¿lo sabes? Merece pena de muerte. Habla».

 

«Ilegal es esta sesión nuestra. Álzate, Simeón. Vamos» dice Gamaliel.

 

«Pero, rabí, ¿estás perdiendo la razón?».

 

«Respeto los procedimientos. No es lícito proceder como lo estamos haciendo. Y presentaré una acusación pública por ello». Y el rabí Gamaliel sale, rígido como una estatua, seguido por un hombre que se le parece, de unos treinta y cinco años.

 

12 – Hay un poco de confusión, lo cual es aprovechado por Nicodemo y José para hablar en favor del Mártir.

 

«Gamaliel tiene razón. Son ilícitos la hora y el lugar. Y las acusaciones no son consistentes. ¿Puede alguien acusarle de visible vilipendio a la Ley? Yo soy amigo suyo, y juro que siempre le he visto respetuoso a la ley» dice Nicodemo.

 

«Y yo también. Y para no aceptar un delito me cubro la cabeza, no por Él, sino por vosotros, y salgo». Y José hace ademán de bajar de su sitio y salir.

 

Pero Caifás grita en modo descompuesto: «¡Ah! ¿Eso decís? Vengan entonces los testigos jurados. Y escuchad. Luego os marcháis».

 

Entran dos individuos de la peor calaña: miradas huidizas, risitas crueles, ademanes falsos.

 

«Hablad».

 

«No es lícito oírlos juntos» grita José.

 

«Yo soy el Sumo Sacerdote. Yo ordeno. ¡Y silencio!».

 

José da un puñetazo en una mesa y dice: «¡Se abran sobre tu cabeza las llamas del Cielo! Desde este momento sabe que el Anciano José es enemigo del Sanedrín y amigo del Cristo. Y con esta determinación voy a decir al Pretor que aquí, sin respeto a Roma, se da muerte», y sale violentamente, dando un empujón a un delgado y joven escriba que intenta frenarle.

 

Nicodemo, más morigerado, sale sin decir nada más. Y, al salir, pasa por delante de Jesús y le mira…

 

13 – Nueva agitación. Se teme a Roma. Y la víctima expiatoria sigue siendo Jesús.

 

«¡Por tí todo esto, ¿lo ves?! Tú, corruptor de los mejores judíos. Los has pervertido».

Jesús calla.

«Que hablen los testigos» grita Caifás.

 

«Sí. Éste usaba el… el… Lo sabíamos… ¿Cómo se llama esa cosa?».

 

«¿Quizás el tetragrama?».

 

«¡Eso es! ¡Tú lo has dicho! Invocaba a los muertos. Enseñaba la rebelión contra el sábado y la profanación del altar. Lo juramos. Decía que quería destruir el Templo para reedificarlo en tres días con la ayuda de los demonios». .

 

«No. Él decía que no sería fabricado por el hombre».

 

Caifás baja de su sitial y se acerca a Jesús. Pequeño, obeso, feo, parece un enorme sapo al lado de una flor. Porque Jesús, a pesar de estar herido, magullado, sucio y despeinado, aparece todavía muy hermoso y majestuoso. «¿No respondes? ¡Qué acusaciones contra ti! ¡Horrendas! Habla, para descargarte de su ignominia».

 

Pero Jesús calla. Le mira y calla.

 

Jesús ante Caifás14 – «Respóndeme a mí, entonces. Soy tu Pontífice. En nombre del Dios vivo, te conjuro. Dime: ¿eres Tú el Cristo, el Hijo de Dios?».

 

«Tú lo has dicho. Lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Poder de Dios, venir sobre las nubes del cielo. Pero, además, ¿por qué me interrogas? He hablado en público durante tres años. Nada he dicho ocultamente. Pregunta a los que me han oído. Ellos te dirán lo que he dicho y lo que he hecho».

 

Uno de los soldados que le tienen sujeto le golpea en la boca, haciéndola sangrar de nuevo, y grita: «¿Así respondes, satanás, al Sumo Pontífice?».

 

Y Jesús, mansamente, responde a éste como al de antes: «Si he hablado bien, ¿por qué me hieres? Si mal, ¿por qué no me dices dónde yerro? Repito: Yo soy el Cristo, Hijo de Dios. No puedo mentir. El sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote soy Yo. Y sólo Yo llevo el verdadero Racional, en que está escrito: Doctrina y Verdad. Y a éstas soy fiel. Hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, santa a los ojos de Dios; y hasta la bienaventurada Resurrección. Yo soy el Ungido. Pontífice y Rey Yo soy Y estoy para tomar mi cetro y con él, como con aventador, limpiar la era. Este Templo será destruido y resurgirá, nuevo, santo, porque éste está corrompido y Dios lo ha abandonado a su destino».

 

«¡Blasfemo!» gritan todos en coro. «¿En tres días lo construirás, loco, poseído?».

 

«No éste, sino el mío es el que resurgirá, el Templo del Dios verdadero, vivo, santo, tres veces santo».

 

«¡Anatema!» gritan de nuevo en coro.

 

Caifás alza su voz ronca y se desgarra las vestiduras de lino, con gestos de estudiado horror, y dice: «¿Qué otra cosa hemos de oír de los testigos? La blasfemia está ya dicha. ¿Qué hacemos entonces?».

 

Y todos, en coro: «Sea reo de muerte».

 

Y con gestos de desdén y de escándalo salen de la sala y dejan a Jesús a merced de los esbirros y de la chusma de los falsos testigos, que, dándole bofetadas, puñetazos, escupiéndole, vendándole los ojos con un trapajo y luego tirándole violentamente de los cabellos, le arrojan de un lado para otro, con las manos atadas, de manera que choca contra mesas, sitiales y paredes. Y le preguntan: «¿Quién te ha pegado? Adivina». Y varias veces, poniéndole zancadillas, le hacen caer de bruces, y se ríen a carcajadas al ver cómo, con las manos atadas, a duras penas se levanta.

 

15 – Pasan así las horas. Los torturadores, cansados, piensan en tomarse un poco de descanso. Llevan a Jesús a un tabuco haciéndole cruzar muchos patios exponiéndole a las burlas de la turba, ya muy numerosa en el recinto de las casas pontificales.

 

Jesús llega al patio donde está Pedro, al lado de su hoguera. Y le mira. Pero Pedro evita encontrar su mirada. Juan ya no está; supongo que se habrá marchado con Nicodemo…

 

El alba avanza fatigosamente, glauca. Una orden ha sido dada: llevar de nuevo al Prisionero a la sala del Consejo para un proceso más legal. Es el momento en que Pedro niega por tercera vez que conoce al Cristo, cuando Él pasa ya marcado por los padecimientos. Con la luz verdosa del alba, los moratones parecen aún más atroces en el rostro térreo, los ojos más hundidos y vítreos: un Jesús empañado por el dolor del mundo…

 

Un gallo lanza al aire apenas móvil del alba su grito burlón, sarcástico, pícaro. Y en este momento de gran silencio que se ha creado ante la presencia de Cristo, sólo se oye la voz áspera de Pedro decir: «Lo juro, mujer. No le conozco»: afirmación seca, segura, a la cual, como una carcajada burlona, responde en seguida el ribaldo canto del gallito.

 

Pedro reacciona. Se vuelve para huir, y se encuentra a Jesús de frente, mirándole con infinita piedad, con un dolor tan intenso y sentido, que me parte el corazón (como si después de eso yo hubiera de ver disolverse, para siempre, a mi Jesús). Pedro experimenta un conato de llanto. Sale, tambaleándose como si estuviera borracho. Huye detrás de dos domésticos que también salen. Se pierde cuesta abajo por la calle todavía semiobscura.

 

Llevan otra vez a la sala a Jesús. Le repiten en coro la pregunta capciosa: «En nombre del Dios verdadero, dinos: ¿eres el Cristo?».

 

Y, habiendo recibido la respuesta de antes, le condenan a muerte y dan la orden de conducirle ante Pilatos.

 

16 – Jesús, escoltado por todos sus enemigos, menos Anás y Caifás, sale, pasando de nuevo por esos patios del Templo donde tantas veces había hablado, favorecido y curado; franquea el cinturón almenado, entra en las calles de la ciudad y, más arrastrado que conducido, baja hacia ésta, ahora rojiza por un primer anuncio de la aurora.

 

Creo que con la única finalidad de alargarle el tormento le hacen recorrer un largo trayecto superfluo por Jerusalén, pasando arteramente por las barracas de mercado, por delante de las caballerizas y de posadas colmadas de gente por la Pascua. Y tanto las verduras de desecho de los puestos como los excrementos de los animales de las cuadras se transforman en proyectiles para el Inocente, cuyo rostro presenta, cada vez más, mayores moraduras, pequeñas magulladuras sanguinolentas, y aparece velado por distintas inmundicias en él esparcidas. Los cabellos, ya recargados y ligeramente tiesos debido al sudor sanguíneo, y más opacos, ahora penden despeinados, impregnados de paja e inmundicias, y caen sobre los ojos, porque le revuelven aquéllos para taparle la cara.

 

La gente que está en las barracas, compradores y vendedores, abandonan todo para seguir, no con amor precisamente, al Desdichado. Los estableros y los criados de las posadas salen en masa, sordos a las voces de las amas (las cuales, como casi todas las otras mujeres, la verdad es que se muestran, si no totalmente contrarias a estas ofensas, sí, al menos, indiferentes a esta agitación, y se retiran echando pestes porque las dejan solas y tienen mucha gente a la que atender).

 

La turba vociferante se engrosa así a cada minuto que pasa, y parece como si por una repentina epidemia los corazones y las fisonomías cambiaran su naturaleza: aquéllos, transformándose en corazones de malhechores; éstas, en máscaras de crueldad en caras verdes de odio o rojas de ira. Las manos son ahora garras, las bocas adquieren forma y aullido de lobo, los ojos se hacen torvos, rojos, torcidos… como los de los locos. Sólo Jesús sigue igual, aunque cubierto de inmundicias esparcidas por su cuerpo alterado por moratones y tumefacciones.

 

17 – Al llegar a un tramo abovedado que estrecha la calle como un anillo, mientras todo se tapona y se hace más lento, un grito corta el aire: «¡Jesús!». Es Elías, el pastor, que trata de abrirse paso enarbolando y haciendo girar un grueso palo. Viejo, robusto, con aire amenazador, fuerte, logra llegar casi donde el Maestro. Pero la muchedumbre, desbaratada por el inesperado asalto, aprieta sus filas y aparta, rechaza, vence a este hombre solo contra toda la turba. «¡Maestro!» grita, mientras el remolino de la muchedumbre lo absorbe y rechaza.

 

«¡Vete!… Mi Madre… Te bendigo…».

 

Y la turba rebasa el estrechamiento. Ahora, como agua que hallara respiro después de una esclusa, se vuelca, en tumulto, por un amplio paseo elevado respecto a una depresión del terreno situada entre dos lomas en cuyos límites pueden verse espléndidos palacios de señores de alta alcurnia.

 

Vuelvo a ver el Templo en lo alto de su monte, y comprendo que la vuelta ociosa que han hecho dar al Condenado para exponerle al escarnio de toda la ciudad y permitir a todos insultarle ‑ habiendo aumentando a cada paso los que participaban en estos insultos ‑ está para concluirse, volviendo así otra vez a los lugares de antes.

 

18 – De un palacio sale al galope un caballero. La gualdrapa purpúrea sobre la blancura del caballo árabe y la solemnidad de su aspecto, la espada blandida desnuda, descargada de plano y filo sobre espaldas y cabezas que ya sangran, le hacen parecer un arcángel. Cuando un caracol, una empinadura del caballo que corvetea haciendo de los cascos un arma de defensa para sí mismo y para su amo, y el más eficaz de los instrumentos de apertura para abrirse paso entre la multitud, provoca la caída del velo de púrpura y oro que cubría su cabeza y que estaba sujeto por una cinta de color de oro, entonces reconozco a Manahén.

 

«¡Atrás!» grita. «¿Cómo os permitís turbar el descanso del Tetrarca?». Pero esto es sólo una excusa para justifcar su intervención y su intento de llegar hasta Jesús. «Este hombre… dejádmelo ver… Apartaos, o llamo a la guardia…».

 

La gente, tanto por la lluvia de mandobles, como por las patadas del caballo, y por la amenaza del caballero, abre paso. Manahén puede, así, llegar al grupo de Jesús y de los miembros de la guardia del Templo que le tienen sujeto.

«¡Fuera! El Tetrarca es más que vosotros, sucios siervos. Atrás. Quiero hablar con Él», y lo obtiene, cargando con su espada contra el más encarnizado de sus apresadores.

«¡Maestro!…».

 

«Gracias. ¡Pero vete! ¡Y que Dios te conforte!». Y, como puede con las manos atadas, Jesús hace un gesto de bendición.

 

La muchedumbre silba desde lejos y, en cuanto ve que Manahén se retira, de haber sido arredrada se venga con una lluvia de piedras y porquerías contra el Condenado.

 

19 – Por el paseo en subida, ya calentado por el sol, se va hacia la Torre Antonia, cuya mole ya aparece lejos.

 

Un grito agudo de mujer («¡Oh, mi Salvador! ¡Mi vida por la tuya, oh Eterno!») hiende el aire.

 

Jesús vuelve la cabeza y ve, en la alta terraza florida que corona una casa muy bonita, a Juana de Cusa, tendiendo los brazos al cielo, entre miembros de la servidumbre, hombres y mujeres, con los pequeños María y Matías al lado de ella. ¡Pero el Cielo hoy no escucha oraciones! Jesús alza las manos y traza un gesto de adiós y bendición.

 

«¡Muerte! ¡Muerte al blasfemo, al corruptor, al satanás! ¡Muerte a sus amigos!», y lanzan silbidos y piedras hacia la alta terraza. No sé si hieren a alguno. Oigo un grito agudísimo y luego veo que el grupo se deshace y desaparece.

 

Y siguen adelante, adelante, subiendo… Jerusalén muestra sus casas al sol, vacías, vaciadas por el odio, que impulsa a toda una ciudad (con los habitantes efectivos y los transeúntes que se han dado cita para la Pascua) contra un inerme.

 

Jesús y Barrabás

 

Elías Brandán