En estos días en que comienza a celebrarse el quinto centenario del nacimiento de Ignacio de Loyola me he decidido a leer la estupenda biografía que sobre él publicó otro vasco: José Ignacio Tellechea. Y me he detenido especialmente en los días de la conversión de Ignacio, los días en que practicó eso que Tellechea llama «la espeleología del espíritu», ese «deporte» que tanto necesitamos y tan poco practicamos todos.
La verdad es que, de todos los viajes que un hombre tiene obligación de hacer, el más importante es, sin duda, el que nos conduce al interior de nuestro corazón. Un viaje a la vez corto y larguísimo, fácil y dificilísimo, cómodo y arriscado. Porque pocas simas más profundas y oscuras que las de nuestra propia alma.
Por eso la mayoría de los humanos prefiere simplemente vivir, resbalarse por la vida, antes que atreverse a descubrir quiénes somos verdaderamente. Porque icuántas cachetadas nos llevaríamos si nos atreviésemos a descender a nuestro interior con una linterna y un espejo!
El primer golpe que Ignacio se llevó cuando una bala de cañón quebró sus piernas y le obligó a permanecer muchas semanas inmóvil, es que llevaba treinta años en los que no había hecho otra cosa más que huir de sí mismo. Huir, eso que, según su visión caballeresca de la vida, era la mayor de las infamias. Y, sin embargo, no había hecho otra cosa en sus años mozos: olvidarse de lo mejor de su alma, vivir dedicado a valores que ahora le parecían humo, arrastrar una existencia vacía, tener anquilosada y dormida su fe. Sólo ahora lo entendió. Había sido realmente, como muchos siglos antes que él dijera San Agustín, un empecinado «fugitivo de su propio corazón». Y ¿quién de nosotros no tendría que decir de sí mismo otro tanto, lo mismo en lo humano que en lo divino? Si alguien ahora pesara y midiera nuestras vidas -tantas docenas de años, tantos centenares de meses, millares de semanas y decenas de millares de días-, ¿cuántos de ellos considerarían vivos y cuántos otros simple hojarasca, tiempo mal gastado y perdido? Muchos de nosotros – seamos sinceros- tal vez hemos llegado a los treinta, a los cincuenta años, sin aclaramos siquiera quiénes somos, adónde vamos. Y si tuviéramos claras esas res puestas, ¿cuántas de nuestras horas habrían sido coherentes con esa dirección?
Ignacio, por fortuna para él, se dio cuenta a los treinta años de que hasta entonces no había vivido, y con ese coraje que era tan propio suyo, decidió dar un giro a su propia existencia y redimirse a sí mismo. ¿Cómo lo hizo? Tellechea nos contesta: «Rescatando las mínimas parcelas intactas de sí mismo, reforzándolas y orientando en nueva dirección energías no extinguidas de su espíritu: reestructurando la esfera de los noes al impulso avasallador de un nuevo sí.»
Efectivamente, en todo hombre (y en toda mujer), por desastrada y vacía que hubiera sido su vida, siempre habrán quedado parcelas intactas de su verdad, esquirlas positivas de su fe o de sus entusiasmos. Y es sobre ellas donde hay que reconstruir. Despertarlas, reforzarlas y, sobre todo, orientarlas en la nueva dirección que hemos descubierto. No se trata de destruir la propia naturaleza; de lo que se trata es de conducir esa naturaleza que hasta ahora sirvió a los noes, es decir, al vacío, a la mediocridad, hacia un nuevo valor positivo, poniendo en él eso que San Ignacio llamaba «una determinación determinadas, un nuevo impulso avasallador.
Y ¿dónde está esa fuerza? En Dios y dentro de nosotros, a la vez. Porque, evidentemente, toda reconstrucción del alma empieza por dentro. «El primer paso -decía Bernanos- se da hacia dentro y en silencio, en ese silencio interior que la juventud teme o desdeña.» Nadie nos suplirá en esa batalla, ni Dios mismo. Pues Dios -como escribió Alexís Carrel- «no habla al hombre hasta que éste no ha logrado establecer la calma en sí mismo». Porque Dios ayuda al hombre, pero no le suplanta. Al final todo será obra suya, pero los primeros pasos son exclusivamente nuestros.
Luego todo va siendo progresivamente más fácil. Lo describió hace muchísimos siglos otro converso, San Cipriano de Cartago: «Cuando el segundo nacimiento, hubo restaurado en mí al hombre nuevo, se opera en mí un extraño cambio: las dudas se aclaran, las barreras caen, las tinieblas se iluminan. Lo que yo juzgaba imposible puede cumplirse. Esta es la obra de Dios. Sí, de Dios. Todo lo que podemos viene de Dios. Renacer de nuevo, abandonar la vieja carne para vigorizarla al contacto con el agua salvadera, cambiar de alma y de mentalidad, y eso sin perder la propia identidad… ¡Imposible!, decía yo, tal trueque. Imposible abandonar todo lo que, nacido en mí, se ha instalado ahí como en su propia casa, ni nada de lo que, venido de fuera, ha echado raíces en mi propio ser. »
Y, sin embargo, es posible. Lo fue en Cipriano, lo fue en Ignacio, lo será en todo el que un día se decida a construirse un alma nueva en lugar de la dormida que tal vez ha tenido hasta ahora. No será fácil. Los espeleólogos saben que no se desciende al fondo de la Tierra sin dejarse trozos de piel de las rodillas en la aventura. Y la espeleología del alma no es más fácil que la deportiva. Pero bien vale la pena bajar al fondo de nosotros mismos para regresar con un ramo de trozos de nuestra alma.
José Luis Martin Descalzo
Razones desde la otra orilla