El abrazo eterno

viernes, 10 de abril de
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Permitanme invitarlos a volver a usar la imaginación y adentrarse en los misterios de amor y resurrección. Los invito volver el alma y el corazón a cuando éramos pequeños y utilizar esa lógica para encontrar los misterios y el amor de Dios.


San Ignacio de Loyola, afirma que la primera aparición del Señor resucitado fue a María, su madre: “Primero: se apareció a la Virgen María”. Es una linda imagen que utiliza el santo. Este no es tanto un misterio de fe, sino un misterio de amor. ¿Acaso qué hijo no quisiera calmar la preocupación de su madre? ¿Qué hijo no quisiera compartir su inmensa alegría? Y es por tanto que María que fue la primera dejar que se encarne en ella el amor de Dios, ahora recibe primera la mayor noticia: la resurrección del Señor.


Te invito a que nos adentremos juntos primero en esa casita donde vivía María. Y que empecemos a descubrir esta gracia de gozar con Cristo intensamente de tanta Gloria. Cerrá tus ojos y animate a ver a María, a compartir con ella ese dolor desgarrador después de la muerte de su hijo en la Cruz. Y contempla esa pausa en el tiempo, ese momento en el cual la cabeza empieza a aceptar qué fue lo que pasó. Pedile a tu Mamá que te deje descubrir cuántas dudas tenía, cuántas explicaciones buscaba. Imaginatela recordando todo lo que sus ojos habían visto, y de repente le invade el llanto y el dolor. Ese corazón que tanto silencio había guardado ¿cómo te parece que se habrá sentido? ¿qué pensamientos pasaban por su cabeza? ¿cómo podía aceptar que esa sea la voluntad de Dios?


Y descubrir en ese momento de angustia de desolación pura, como su Hijo la encuentra. Quizás se le aparece sin que ella lo vea, poniendole una mano en el hombro y diciendole que ya no llore, que Él la ama. “Mamá yo te amo”. Contempla la alegría de María al abrir sus ojos y verlo. Una María que se hecha al cuello de su hijo y lo abraza inmensamente. Lo besa, lo tiene como si aún fuera su niño. Gozo, gozo en el alma tenía. Esa María que había perdido a su hijo, ahora lo ve, frente a ella, sin entender nada, pero más que preguntas, quiere demostrarle su amor, quiere que su corazón este junto a el de Él. “Jesús antes de preguntarte cualquier cosa, dejame que te abrace”. ¿Cuánto habrá durado ese abrazo eterno? Imaginate a una María que apoya su cabeza en el pecho de Jesús. Cuánta paz habrá sentido. Cuánto consuelo.


Pareciera que nada más importaba. Ella podía volver a ver a su hijo. ¿Qué habrá sentido Jesús? Ese Jesús que se muestra siempre tan seguro, siempre va a tener una debilidad que es su mamá. Cuánto el disfrutaría de sus abrazos y de su amor tan puro.


Y después del tiempo necesario comienzan las explicaciones. Un Jesús que ya no se guarda ningún secreto ante ella. Ya se revela tal cual es. Le revela todo su amor y los planes de su Padre. Quizás este Jesús se tomo el tiempo para explicarle a María por qué murió en la cruz. Pero sin dudas, debe haberle mostrado la Gloria de Dios: que Él resucitó, y vive. La invita a contemplar un pedacito de Cielo acá en la Tierra. Quizás este Jesús le contó que descendió a los infiernos, y que lleno el Cielo de muchas almas.


Quizás este Jesús también le contó que vio a los abuelos, a San José. Este Jesús que estaba ahora en frente de ella la llenaba de inmensa alegría. María disfrutaba, se gozaba en su hijo que había triunfado. Y alababa a Dios por haber obrado maravillas. Pero sobre todo estaba feliz de participar de esa historia de amor. Estaba feliz de descubrir qué perfectos son los planes de Dios.


¿Qué conversaciones habrán tenido? ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Cuántas miradas habrán cruzado? Mira los ojos de María, esos ojos que hace unos días estaban cubiertos de lágrimas, y ahora irradiaban luz. Mientras que la fe y la esperanza que siempre la caracterizaron le daban un nuevo brillo en su mirada. Se perdía en la alegría de su hijo y su corazón estaba más unido que nunca al de Él.


Atrevete a entrar en el silencio de su corazón y descubrir sus grandes secretos. Quizás éste sea el recuerdo más atesorado en su corazón. Más lindo que haber sido madre, más lindo que esa noche en la cuevita de Belén. Más lindo que verlo crecer, que enseñarle a amar. Más lindo que haber visto sus milagros y escuchado sus enseñanzas. Más lindo aún que haber compartido su dolor y sufrimiento. Gozo, certezas, paz y amor se juntaban para hacerla feliz, por siempre.


Fer Gigliotti



 

Fer Gigliotti