Tomás, el incrédulo

viernes, 3 de julio de
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Tomás se entera por el resto del grupo, que el Señor se apareció y consoló sus heridas mostrándoles la victoria de las suyas propias. Pero a él eso no le basta. Necesita traspasar esas heridas.

El no creer hace traspasar, hace ir más allá de lo que hay que ir, hace quedar fuera del misterio. El que no cree, traspasa la herida y, al hacerlo, queda fuera.

El hijo que no cree en el amor de sus padres a pesar de sus heridas, traspasa la puerta de la casa y se hace pródigo de amor. El amigo que no cree en lo fuerte de una sincera amistad, ante la menor herida, traspasa la puerta de la amistad y se aísla. El esposo o la esposa que no cree en la fuerza regeneradora del amor, ante la herida, traspasa la puerta de la casa para buscar otros “primeros auxilios” (que seguramente, no serán ni tan primeros, ni ciertamente los últimos).

Las heridas traspasadas son las que están traspasadas de victoria, de sentido, de gracia. Son las heridas del Señor, que muerto en Cruz ha resucitado. Pero son también las de todos los que le dejan cargarlas en las suyas.

Tocar la herida traspasada sin traspasarla es tocar lo que cuesta creer aceptando en ello una parte de dolor. Cuesta creer que una herida (aquello que nos hizo sufrir) pueda ser traspasada, pueda dejar paso a un sentido fecundo. Creerlo sin más, no nos quita el dolor, sí un modo de sufrir que nos siga lastimando.

Cuesta creer, por ejemplo, que Dios nos esté amando, algunas veces, en aquello que nos pasa; cuesta creer que los hijos nos aman en la distancia que nos piden; cuesta creer que el esposo o la esposa nos ama en el replanteo sincero que reclama para renovar dentro de la pareja el amor. Pero si lo creemos aceptando la parte de dolor que tiene el aceptarlo, el sufrimiento que causa cada una de estas situaciones, será fecundo.

Cuesta creer, y sin embargo, hay que tocar con dolor esa herida que ya está traspasada, sin traspasarla.



Javier Albisu s.j.

 

Oleada Joven