El creyente no puede permanecer desanimado. El que tiene fe en su corazón es aquel que guarda aceite en su lámpara y no permite que la densa tiniebla o el viento huracanado borre la luz que le ilumina. Su alimento es la plena confianza en Dios, su fortaleza la Palabra que Él nos ha dado y el motor que lo empuja en las cuestas más altas es la esperanza en que todo volverá a estar bien, tarde o temprano.
Así como cuando se corta el grueso árbol y de su tronco vemos crecer nuevamente una frágil y pequeña rama, justamente así, la vida del creyente vuelve a recuperarse. Como los árboles que pierden todas sus hojas y su verdor en el más duro de los otoños, pero con la certeza de que la primavera es el siguiente paso. El creyente se fortalece confiando, apostando por el desquite del bien sobre el mal. Con una mirada así, todo parece cambiar.
Nuestra fe debe ser robusta. Pero nadie adquiere fortaleza sin alimentarse, sin ejercitarse, sin prepararse. La oración es a la vida del creyente lo que la energía eléctrica es a todo teléfono celular: aunque tenga el último modelo, todas sus funciones se perderán si no se “conecta” cada noche a la energía. No es posible permanecer saludable sin alimento. No es posible para el creyente resistir las adversidades sin conectarse a Dios.
Tal vez la realidad no nos empuje al bien, pero al darnos cuenta de la oscuridad que nos ronda, debemos hacer nuestro mejor esfuerzo por aumentar nuestras defensas espirituales. Amar, perdonar, ayudar… Abrazar, sonreír, luchar… Parece que la salvación debe iniciar en lo más sencillo de nuestras vidas. Toca desempolvar nuestros ideales y ponerlos a trabajar. Tenemos la materia prima, que viene incluida en el paquete de nuestro corazón. Nos corresponde decidirnos a actuar.
Yo me apunto. Sé que cuento con Dios.
Extracto de artículo escrito por el Padre Bryan