Camino a Emaus

miércoles, 23 de abril de
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“Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. 
En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. 
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. 
Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. 
El les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, 
y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. 
“¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, 
y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. 
Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. 
Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro 
y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. 
Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. 
Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! 
¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” 
Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. 
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. 
Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos. 
Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. 
Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. 
Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. 
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, 
y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. 
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.”

Lucas 24,13-35.


 

¿Cuantas veces somos nosotros como esos discípulos de Emaús? Cansados en el camino, tristes, sin esperanza, sin ganas de creer. ¿Cuantas veces Jesús camina en medio nuestro y no nos damos cuenta? Nos acompaña sin que sepamos, y cuando lo reconocemos se va, solo queda mostrar nuestro testimonio. La alegría de saber a Xto vivo!


El señor desapareció.

Como en el caso de Magdalena, no se dejo tocar.

Pero no hacía falta, los corazones ya se habían tocado.

La presencia corporal no era necesaria, podía incluso ser un obstáculo, ¡Ahora era el tiempo del Espíritu!

Y porque estaban llenos del Espíritu, ya no podían callar, como les pasó a los apóstoles el día de Pentecostés.

Iniciaron la vuelta de Emaús a Jerusalén, pero renovados; ¡Todo al revés! Donde antes había noche, ahora hay día. Donde antes había tristeza ahora hay alegría. Donde antes habia incredulidad, ahora hay fe. Donde antes había desperazna, ahora hay esperanza y entusiasmo.

Y corren; no podían esperar a que pasara la noche, ¿¡Cómo iban a dormir sin que los otros lo supieran?! ¡Hay que ver como corrían! Y canraban mintras corrian… ¡Vaya sorpresa grande que les iban a dar!

La fe tiene que se contagiosa. La luz no se puede esconder, y menos el fuego; si el corazón está en llamas, SE TIENE QUE NOTAR!

 

Jesica Meier